Por Federico Jeanmaire

En la entrada al cementerio alemán no está el guardia de seguridad. Dentro del edificio de la administración hay una mujer trabajando en un escritorio. Torcemos hacia el monumento, como lo hacemos siempre. Pero esta vez nos acercamos por el costado de la pared que da hacia la avenida. Y descubrimos una placa de mármol que homenajea a los húngaros que murieron peleando junto a los alemanes durante las guerras mundiales. Nunca antes nos habíamos fijado en esa placa.

Una tristeza de homenaje. ¿Los homenajes no deberían hacerse a aquellos que se han negado a ir a la guerra?

Y no me refiero solamente a los húngaros más o menos nazis. También me refiero a los muertos de origen británico que aparecen inscriptos en el cementerio vecino.

No sé.

Se me ocurre que el mundo recién será realmente distinto el día que en los cementerios solo encontremos placas de homenaje con los nombres de aquellos que murieron de viejos.

Juan me llama. Desde el otro lado del obelisco negro con su águila. Y su llamado me saca de mis estúpidas ilusiones acerca del futuro del mundo.

Voy hasta donde está.

Se trata de una bóveda pequeña, una de las pocas bóvedas que hay en el cementerio.

Algo en lo que tampoco habíamos reparado en anteriores visitas. La bóveda es una especie de cueva o de gruta, de unos tres metros de altura, con una abertura ancha y sin puertas, aunque el enrejado a su alrededor no permita el paso.

Sin embargo, se puede ver su interior.

De las paredes, redondeadas, cuelgan varios estantes. Todo de color blanco. Y, sobre los estantes, están ubicados unos jarrones de cerámica, idénticos entre sí, también blancos, que llevan inscriptos en negro los nombres de las cenizas de cada uno de los muertos. El apellido se repite, siempre el mismo, Alemann, con dos enes y sin acento en la a, solo cambian los nombres. Da toda la impresión de que los Alemann, quizás influenciados por la impronta de su apellido, se tomaron muy a pecho el estereotipo argentino de lo alemán. En un exceso de armonías y de simetrías, los jarrones no solo son idénticos entre sí, también están a la misma distancia el uno del otro y las fechas de las muertes guardan una exacta correlación que va de arriba hacia abajo.

¿Acaso, mientras vivimos, nos vemos a nosotros mismos desde el diseño que imaginamos para nuestras propias tumbas?

Sospecho que sí.

Y no solo en el caso de los faraones.

Los cementerios son sitios especulares. El primer Alemann, aquel que diseñó la cueva familiar en la que descansarían sus cenizas y las de sus descendientes, se veía a sí mismo, además de como un patriarca, también como el prototipo del imaginario alemán en la Argentina. Así como José Vizca, mi tatarabuelo, se veía así mismo mirando al resto de los habitantes de mi pueblo desde arriba de un pedestal.

La muerte, como un espejo eterno del lugar que creemos ocupar durante la vida.

Hace poco, murió la madre de Raúl, un amigo. Él y sus hermanos no sabían qué hacer con sus restos. Decidieron cremarlos. Y, unos meses más tarde, también decidieron esparcir sus cenizas en el estadio del club de fútbol del cual ella era fanática. Pidieron autorización a las autoridades del club y un lunes les permitieron arrojarlas en el campo de juego, cerca de uno de los arcos.

Una tierna manera de lo especular de la muerte.

Ocurrió algo parecido con Eduardo, el hermano de mi amigo Pedro. Llevaron sus cenizas hasta la quebrada de Humahuaca y allí las esparcieron. Era un sitio que Eduardo amaba. Y en el que había sido feliz.

En ambos casos, las ganas dulces de dejar a un ser querido, para siempre, cerca de sus amores. Y muy lejos de cualquier cementerio.

Cuando estamos caminando hacia la salida, un hombre nos saluda levantando su mano. Está a unos treinta metros de donde estamos nosotros, vestido con un uniforme azul y sosteniendo un rastrillo con la mano que no usa para saludarnos. Es el guardia de seguridad de los sábados, se ve que durante los días de semana cambia la seguridad por la limpieza y la jardinería.

Le devolvemos el saludo, claro.

Y nos vamos.

Caminamos de vuelta hacia la casa de Juan. Enseguida después del cementerio alemán, entre la avenida Elcano y el cementerio central, hace poco han inaugurado una plaza. Tiene árboles, flores, juegos y aparatos para hacer ejercicios físicos. La única lástima es que han quedado a la vista, demasiado expuestas, las chimeneas del crematorio. Resulta imposible no recordar, mientras desandamos uno de los senderos de la plaza, que durante la dictadura los vecinos se quejaban de que por las noches, muy tarde, no paraba de salir humo por esas mismas chimeneas.

Aunque hace algunas horas que ya estoy de vuelta en mi casa, escribiendo de frente a Strauss y a los demás, no quiero dejar de contar algo que recordé al pasar pedaleando por el mercado de pulgas de Palermo.

Diez años atrás, encontré un ángel de cemento en uno de sus locales.

Solo la cabeza del ángel con unas alas pequeñas que le crecían desde los costados inferiores. Me gustó. Era ideal para colocarlo en alguna de las esquinas de mi terraza: tengo ranas de cerámica por todos lados y pensé que un ángel podía ser la compañía que necesitaban mis ranas.

Pero no me decidía.

Y me fui sin comprarlo.

Al rato volví, ya determinado a hacerlo. Claro que cometí el error de preguntarle al vendedor de ángeles si tenía ese solo o tenía más. El hombre me respondió que tenía algunos más, que si quería verlos lo siguiera hasta el depósito que había detrás del local, que ahí iba a tener suficientes como para elegir.

Entonces lo seguí.

El depósito estaba repleto de ángeles parecidos.

Una montaña de ángeles parecidos que me esperaban uno encima del otro. Tuve que pedirle disculpas al señor y salir de allí de inmediato. Me ahogué. Me costaba respirar. Y no sabía por qué. Lo supe recién unos cuantos meses después, un día que visité a mi padre en la bóveda familiar. En el extremo superior de la cúpula descubrí un ángel casi idéntico a los ángeles que se amontonaban en el depósito del mercado de Palermo.

No me llevo bien con la muerte. Al igual que el resto de los seres humanos. Sobre todo, creo, no me llevo bien con el espacio que seguramente ocuparé cuando termine mi tiempo. Cualquier ángel es el ángel de la bóveda de mi pueblo, corrijo apenas a Marguerite Duras.

La foto de Emilio, mi bisabuelo, es pequeña. De unos diez centímetros por ocho. Dentro de un marco antiguo, gris, de metal con algunas molduras. Y no mira hacia el escritorio en donde trabajo. Sentado sobre un banco, mira hacia el centro de la pared, hacia donde está Lidya por duplicado.

Hace bien en no mirarme.

No me gusta nada que haya decidido, sin consultarme, sin siquiera saber si yo iba a nacer o no, dónde es que descansarían mis restos.

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