El paredón blanco de más de dos metros de altura que divide el cementerio alemán del cementerio británico en la Chacarita, no deja de ser arbitrario. Se trata de una línea recta que trazaron sus constructores intentando que, en efecto, los restos de los muertos alemanes quedaran del lado alemán y, los restos de los muertos británicos, quedaran del lado británico. Claro que, a pesar de la buena voluntad de quienes emprendieron la tarea, no llegaron a conseguirlo del todo. No era posible.

Quedó alguna lápida alemana dentro del sector británico.

Algo que podía ocurrir.

Sobre todo porque el muro se construyó bastante tiempo después de que se produjera el entierro de ese cuerpo.

Los muertos no saben de límites. Los límites son una cuestión que solo importa a los vivos. Al igual que las guerras, la construcción de muros es una prerrogativa de aquellos que aún tienen el tiempo a su disposición.

Volver a Buenos Aires es volver a mi hijo. También a la manera más reconocible de mi propio presente. Una aventura que comienza todos los días de un modo parecido. Hoy fue treparse a la bicicleta y pedalear los diez kilómetros que separan mi casa de la casa de Juan, tomar mate juntos, reírnos mucho, ir a comer pan de carne o pastel de papas a la esquina que vamos siempre y, un rato más tarde, caminar unos pocos cientos de metros hasta el cementerio alemán conversando sobre mis días en Berlín o sobre cualquier otro asunto que me cuente de otro modo la eternidad actual de su vida.

Saludamos al señor encargado de la seguridad. Entramos. Y vamos directo hacia el monumento a los caídos durante las guerras mundiales. Resulta imposible no ir siempre primero hacia allí. El obelisco y el águila con sus alas desplegadas ejercen cierto poder de atracción.

Sin embargo.

El paredón está todavía más blanco que en nuestra última visita.

Acaban de pintarlo.

Y entonces el monumento, por oposición a la luz que concentra tanto blanco a sus espaldas, tan cerca, se ha desdibujado. Ha perdido buena parte de su antiguo esplendor. Ya no asusta. Ni da miedo. Hasta parece más pequeño y menos oscuro. Ahora se ha convertido en un resto lúgubre y bastante patético del horrible pasado de la humanidad.

Una historia acerca de los diferentes sitios en donde los seres humanos han decidido alojar la muerte, y de quiénes han sido los administradores de esos sitios, arrojaría tanta luz sobre el devenir de la relación entre los hombres y sus dioses, entre los hombres entre sí, e, incluso, en la relación de cada hombre consigo mismo, como cualquier muro recién pintado de blanco.

Pero no lo sé a ciencia cierta.

Y no creo estar preparado para una tarea de semejante magnitud.

Desde el ingreso al cementerio y hasta poco antes del monumento a los caídos, se extiende un edificio de similares dimensiones al edificio que se encuentra a la entrada del cementerio berlinés. Pero acá, en cambio, a nadie se le ocurrió convertirlo en un bar y bautizarlo Beethoven. Los administradores han preferido la insana costumbre argentina de contratar a un guardia de seguridad y utilizar las instalaciones para controlar a los escasos seres vivos que visitan a los muertos.

En Yela, Lola me cuenta, hace años y mientras nos abrimos paso por entre los montículos de su cementerio, que algún tiempo atrás le ganaron un litigio a la iglesia católica por la propiedad del lugar. Querían el cementerio. Pero ellos fueron a la justicia y, finalmente, lograron que el lugar quedara en manos del pueblo. Como había sido siempre. O, mejor, como había sido desde el día trascendental en que los muertos dejaron de enterrarse junto a la iglesia y fueron llevados bien lejos del centro del poblado.

La muerte estaba más presente cuando Dios todavía vivía. Cuando los muertos aún le pertenecían. Sin embargo, algo cambió en algún momento impreciso del pasado de Occidente. Las familias y los pueblos empezaron a hacerse cargo de los restos de sus muertos. Y los alejaron. Separaron la muerte de la vida. Seguramente con la idea de no vivir con tanta angustia sus propias existencias. O, incluso, sus propias y próximas muertes.

El grito de Juan me saca de mis recuerdos y de mis elucubraciones acerca del alojamiento y la administración de la muerte. Está a aproximadamente unos veinte metros de donde yo estoy y me pide por favor que vaya hasta allí, que vaya rápido, lo más rápido que pueda.

Entonces voy.

Por supuesto, que voy.

Con alguna preocupación de que le haya ocurrido algo y sin la menor idea de lo que me espera.

Durante nuestra ausencia, han abierto un hueco en el muro. Un agujero de un par de metros de ancho en el que han colocado una bonita puerta de hierro de dos hojas, con barrotes, que permite ver hacia el otro lado del paredón. Permite ver el cementerio británico desde el alemán y viceversa.

Juan no para de reírse.

Mientras me hace un gesto para que me acerque y lea las placas que están sobre los costados del agujero divisorio.

La primera placa, la de la izquierda, está firmada por la legislatura de la ciudad autónoma de Buenos Aires. Y avisa que está colocada allí en conmemoración del centenario del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial.

La segunda placa, la de la derecha, es mucho más jugosa. Sobre granito negro y en letras blancas, dice textual:

En el centésimo aniversario del armisticio de la Primera Guerra Mundial derribamos el muro que nos separaba, erigiendo este Portón Ceremonial como símbolo de nuestra unión fraternal. 11 de noviembre de 1918/2018.

Derribar el muro es lo que sucedió en Berlín hace tantos años. Y lo derribó la gente. Hombres y mujeres que estaban hartos de vivir separados. Apenas si dejaron algunos pedazos de ese muro. Los dejaron allí donde ya no pueden separar nada y sirven para no olvidar jamás lo que alguna vez fue.

Acá, en la Chacarita, nadie derribó nada.

El gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires y las administraciones de ambos cementerios, apenas si llegaron a un acuerdo para pintar de blanco el muro divisorio y abrir una puerta enrejada de dos metros de longitud para realizar un simpático acto político. El muro sigue intacto. Más blanco y más brillante que nunca. Y el portón de dos hojas ni siquiera está abierto. Está clausurado a partir de la ayuda que le brinda un cerrojo doble que no habla, precisamente, de ninguna unión fraternal entre las administraciones de ambos cementerios: para proceder a la apertura del portón se necesita la llave administrada por los británicos más la llave administrada por los alemanes. Una sola de ellas jamás podría abrirlo.

El muro fue construido durante la primera guerra. Para que los vivos que iban a visitar a sus muertos queridos no terminaran peleándose con los vivos que iban a visitar a sus muertos queridos en el cementerio vecino. No creo que se haya construido para separar a los muertos. Los muros siempre se construyen para los vivos.

Aunque me asalta una duda.

¿Cómo habrán hecho los familiares de aquel muerto alemán cuyos restos quedaron del lado británico para visitarlo en aquella época de tanta guerra y de tanto odio?

Y otra más.

Lidya, mi bisabuela, ¿habría podido mover a partir de sus poderes psíquicos esa tumba de un cementerio al otro si la familia del muerto o los constructores del muro se lo hubiesen solicitado?

Por supuesto, cuando salimos encontramos en la puerta al guardia de seguridad. Entonces, aprovecho que está solo y aburrido para preguntarle en qué momento es que se abre el portón de rejas que da al cementerio británico.

Que yo sepa nunca, me contesta.

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