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El papá lo abandonó. Luego volvió para abandonar a Débora. Y quiso repetir la historia con Ignacio. Abandonó a los tres hermanos, a los que sólo les dejó el apellido: Toledo. Su vieja, sola y confundida, le levantó la mano más de una vez. Braian se hartó, no le habló durante más de un año. Se enojó y se fue, pero con el tiempo aprendió a perdonarla. Una mañana la vio llorando miedo, llorando hambre: no aguantó. Siendo todavía un pibe, empezó a trabajar. En casa, lamentablemente, no alcanzaba. Dibujó día y noche para llevar comida a la mesa. Pero más de noche que de día, para que su vieja no lo vea. Sus compañeros del colegio le daban 25 centavos por cada obra.

Apenas alcanzaba para el pan, pero servía. Mientras tanto, Rosa – su madre – hacía unas tartas de acelga espectaculares y las cambiaba por leche o harina. Caminaban 200 metros cada vez que querían tomar agua, bañarse o lavar ropa: sólo había una canilla en su barrio, el Martín Fierro. Con su primo vendió cobre y aluminio. Hizo de todo, se las rebuscó siempre. Dormía en el piso, sobre un colchón que parecía papel. Allí soñaba con ser futbolista, arqueólogo o artista. De la mano de Gustavo Osorio, su entrenador, conoció la jabalina. En el primer lanzamiento, la jabalina le pegó en la espalda. Se enojó y se fue. Pensó que no era lo suyo.

Gustavo volvió a buscarlo, lo convenció: “Es como tirar piedras con los chicos”. Había visto condiciones en ese joven grandote y autoexigente. Mientras tanto, en el colegio le hacían bullying. Su tamaño, los anteojos, su personalidad y sus notas lo volvían maricón, trolo, nerd y chupamedias: si no se sacaba 10, lloraba. Claro, nadie sabía que lo que no quería era llevar más problemas a casa. La jabalina lo cobijó, lo sacó de tanta mierda. En sus primeros viajes, en los hoteles, echaba el sommier al suelo. Sus compañeros y entrenadores lo entendieron con el tiempo: quería sentirse como en casa. Otros eligen irse, huir. Instalarse afuera, lejos de los suyos. Con todas las comodidades de un deportistas de élite. Braian siempre eligió volver, porque entiende que nadie se puede escapar de su propia historia.

Tras ser campeón juvenil en Singapur 2010, retornó a su casa: fue la primera vez que su vieja lo abrazó. Él lo recuerda como uno de los momentos más lindos de su vida. Hoy este pendejo de 22 años, que dejó de ser promesa para convertirse en una realidad del deporte argentino, participò de la final de lanzamiento de jabalina en los Juegos Olímpicos de Río 2016. No importa cómo tiró, ni en qué posición quede: a Braian Toledo le debemos un monumento. Este pibe es, sin lugar a dudas, un ejemplo para todos aquellos chicos que sueñan con ser deportistas.

Sin absolutamente nada, llegó a lo más alto. Acá, en Argentina, sentimos un profundo orgullo de que un tipo como vos nos represente, Braian. Por eso, con medalla, con diploma o sin nada, en bolas, te recibiremos con los brazos abiertos. Y no te ofendas si, a lo largo de tu carrera, vuelven a aparecer las críticas de quienes nada saben de tu deporte, el tiempo, como todo en la vida, los pondrá en el lugar que se merecen. Gracias, gracias y más gracias, Braian Toledo!

Julián Rodríguez

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