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Todavía no sabía nada de teorías helio- o geo- céntricas, ni siquiera de la existencia histórica de Ptolomeo o de Copérnico, pero sí sabía de “las cadenas” de la Plaza Mitre: Había (¿hay todavía?) en el centro exacto de ese cuadrilátero cercado por las cuatro hileras de pesados eslabones de hierro (sobre los que nos sentábamos y balanceábamos, transformándolas por unos minutos en hamacas), un pedestal escalonado que culminaba en un octógono de bronce (¿eran ocho sus lados?) con una advertencia en relieve –allí existente por obra del Instituto Geográfico Militar Argentino. La función de esta marca esotérica era dudosa y su utilidad inexplicable, pero el hecho de la ominosa amenaza (“Hasta … años de prisión [10? 20? 30?, no recuerdo la cifra exacta] a quien destruya esta señal”), eliminaba de mi mente la posibilidad de que mi teoría especulativa pudiese estar equivocada. La dignidad de la institución científico (“geográfico”)-bélica (“militar”) que allí la había instalado reforzaba mi certeza: Sin duda el indicador circular (no mayor que el tamaño de los botones del saco de mi padre) en el centro de este hito de hierro marcaba el punto referencial de localización del centro mismo del mundo —podría yo asegurar, del universo.

Y la Plaza Mitre era por hecho y por derecho el centro, y a veces la totalidad, de nuestro universo infantil. Olores, colores, temperaturas y sonidos representativos del pueblo, del país y de la vida misma convergían a ese cuadrilátero de veredas de mosaicos de rectas geometrías, dameros amarillentos marcados de forma sempiterna por las explosiones violáceas de las campanillas que, habiendo levitado su descenso desde la bóveda de jacarandás, sucumbían heroicamente bajo las suelas infantiles de nuestros zapatos. Fue en ese espacio primal donde se desarrollaría nuestro conocimiento directo de flora y fauna. Había desde la araucaria, las palmeras exóticas, el ceibo solitario, hasta las flores que el bastón amenazante del placero Don Decio resguardaba –ya que en su ausencia nuestras manos arrancarían rapaces los lirios para el altarcito de la Virgen María (a nuestra derecha, con respecto al altar mayor de la iglesia) y las rosas para los floreros de nuestra Madonna personal, mamá. Las manos de las niñas, las albi-ocres margaritas, para deshojarlas en la rueda de la fortuna del mequieremuchopoquitoynada. Había sapos para hacer fumar hasta estallar, o para ser pateados futbolísticamente con la inconsciencia insensata de aquellos años de inocencia cruel y despiadada; grillos para hallar y aprisionar en frascos de vidrio, tentando así adueñarnos de su canto agudo e interminable; langostas para decapitar haciéndolas luchar. Poniendo una frente a otra (sosteniéndolas, una en cada mano –con dedos precoces que no conocían el miedo ni el asco), estas abrían sus bocas y entonces las acercábamos para el beso de la muerte: se trenzaban, y sus fauces no soltaban las de su contrincante aunque la primera langosta acabase con su propia cabeza decepada en poder de la segunda.

Mi primera o mi más antigua memoria es de esa plaza: las esferas esmeriladas de las farolas de la Plaza Mitre cubiertas por paños negros –como las vi desde la ventanilla trasera del auto de papá al regresar de San Pedro un domingo por la noche: había muerto Evita. Todas las referencias iniciáticas de mi vida están sembradas en los canteros de flores, y tal vez diseminadas por los caminos interiores de polvo de ladrillo, que los empleados re-enrojecían periódicamente, cuando el camión municipal llegaba cargado de polvo fresco para recubrir el que ya se había vuelto tan barroso y oscuro hasta casi desaparecer. Ese mismo vehículo multifunción, una vez, tripulado por gendarmes, arrancó con su fuerza tractora el busto de Evita de su pedestal, y se lo llevó como se llevaba las ramas después de la poda anual —sin duda, para mis ojos de niño, una segunda muerte de la dama en la escultura.

Cuando llegaba la “época de las fiestas”, no por mera coincidencia también llegaban al quiosco de Skiba (al lado de la Joyería de Descalzo, Anchorena esquina Santa María de Oro) los cohetes, petardos, cañitas voladoras, repeticiones, triangulitos, y alguna vez hasta rompe-portones caseros. Toda esta santabárbara celebratoria sería encendida, lanzada, estallada en la Plaza Mitre, por supuesto. En el otro quiosco (éste, erigido en la vereda de la mismísima plaza, frente al Hotel de las naciones) aceptaba todos los sábados, indefectiblemente, el par de caramelos “de yapa” que Piriti me daba cuando iba a esa diminuta y graciosa construcción de ladrillo visto bordó, para retirar mis números de La gran historieta y de El Pato Donald.

Por las mañanas de domingo, era hacia esa plaza adonde nos dirigíamos a jugar hasta que nos vinieran a buscar para el almuerzo, después de haber salido saciados de imágenes del cine Suiza, donde veíamos las seriales (mudas, en su mayoría) de Tom Mix y de Zorro. Algo más tarde ya en el tiempo, para poder entrar al cine primero se hizo necesario ir a misa, ya que ahora los cupones de entrada los repartían a la salida de la iglesia (y el cine donde las proyectaban era ahora el San Martín).

Los sonidos: ¿no estaban por acaso direccionadas hacia el centro de la plaza (allí donde imperaba la pirámide culminante en un majestuoso cóndor) las bocinas metálicas de la publicidad oral –una sobre la cornisa de la Confitería de Marconi, y la otra sobre la del Hotel de las naciones? Mientras la mancha y la escondida ajetreaban nuestros cuerpos insensibles al frío en la noche helada y temprana del invierno, el éter nos entregaba los tangos que seleccionaban nuestros sucesivos DJs locales: primero Jorge “El amarillo” Conderanne, después José “Perita” Panzera (la corrección política nunca existió para la asignación de nuestros apodos –hasta hoy soy un mono, y ya fui antes “El cabezón”) y finalmente Aníbal Parisi. Propagandas del comercio local, anuncios de remates, ferias ganaderas y bailes, noticias locales y nacionales varias se alternaban con la música que nos enseñó a sentir: tangos, zambas y chacareras. Recuerdo la enorme tristeza que me causaba un “No estás / te busco y ya no estás…”, la furia alegre que me instalaba el malambo, la melancolía dolorosa y solitaria de la baguala. Desde el centro del mundo podía alcanzar las callejuelas semivacías del arrabal porteño, los patios de tierra apisonada de la lejana Salta, el amanecer helado de los cerros jujeños donde habitaba el mutismo coya. Los sonidos del silencio…

A veces nos aventurábamos a cruzar la calle en la esquina de Anchorena y Oro, para entrar a la Confitería de Marconi, uno de los únicos tres lugares donde, sólo durante el verano, podríamos comprar helados en el pueblo. Los otros dos eran El hotel de las naciones (mostrador a la izquierda del bar) o la Heladería de Labate (a una cuadra de distancia de la plaza, en Aráoz y Oro), que “al principio” bíblico de mi propia existencia tenía un mostrador casi sobre las ventanas del Café la Suiza que daban hacia la Calle Aráoz, bajo uno de los únicos dos televisores del pueblo (el otro estaba en el Bar Viale).

Pero no íbamos en esas noches de invierno a comprar helados, claro. Pasando frente al mostrador que ostentaba enormes frascos de pickles y escabeches —que Ricardito Sued adoraba pero tenía prohibido comprar porque su hígado de niño no los toleraba— girábamos hacia la derecha y nos internábamos en busca de la escalera de madera por la que descenderíamos hacia el sótano, donde se almacenaban las vituallas (y esto enriquecía mi vocabulario precoz, pues me ayudaba a entender por qué “lo de Marconi” era también el “almacén” de Marconi). Allá abajo, entre las cajas de (y el olor a) quesos, fiambres, conservas y vinos, había un pequeño escritorio al cual se sentaba el primer Disc-Jockey que vi en acción en toda mi joven vida: la voz del Amarillo Conderanne allí se corporificaba ante mis ojos atónitos. Entre cajones y botellas, se personificaba frente a mí el emisor de esas palabras informativas y anunciantes que constituían el mensaje subliminal que programaba mi cerebro mientras me escondía detrás de la cerca de ligustrina frente al edificio histórico de la intendencia (que ya no existe), donde le di mi primer beso a Julieta, una nena que hoy es abuela.

Pero la gran aventura clandestina era partir desde una esquina de la plaza hacia los confines del pueblo: a veces nos atrevíamos a viajar solos –acompañado de Polito Capitanelli, o Pepi Cataldo, o Coqui Coria o Jorge Mizraji (más tarde alguno, o ambos, de los hermanos Ricardito o Salvi Sued lo reemplazarían, porque la familia Sued compró de los Mizraji la Tienda la Flor del Día, de la esquina de Oro y San Martín)— íbamos hasta la estación ferroviaria, abordando en la parada de Anchorena y Oro uno de los colectivos cuadrados de cabina de madera de Rossi, manejados por el mismísimo señor Rossi, o por su hijo (¿Pirincho?) –un pibe pintón novio de una tal Bellusci, una beldad de cuerpo espigado, de cabello largo y lacio y ojos tan enormes como los de las divas del cine italiano. Verla me provocaba una nerviosidad que sin duda era la forma prototípica de un deseo sexual todavía inexistente, inarticulado.

Bajábamos del colectivo, cruzábamos el playón de estacionamiento de pedregullo blanco grisáceo y pasando frente a las boleterías –en ese hall impregnado de un aroma (equipaje, prisa, tabaco, toilettes) por el cual Baradero se mezclaba olfativamente con el resto del país— accedíamos a los andenes, para ver llegar y partir esos trenes que se dirigían hacia nuestro futuro.

La Plaza Mitre era nuestro Omphalos – el ombligo de nuestro ser universal.

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Hugo Pezzini
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New York, 16 de agosto de 2014
[Ilustración: a partir de una foto de baraderohoy.com]

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11 COMENTARIOS

  1. Gracias a todos por sus comentarios, sinceramente! Un abrazote enorme a todos desde New York (mucho calor hoy!)

  2. Hola Hugo, muy lindo recuerdo!!!! me hiciste revivir mi ninez.. qué hermoso!!!!
    Te cuento que ayer cumplimos con mi esposo 52 años de comprometidos y sabés dónde compramos los anillos? en la joyería de tu papá.
    Gracias!!!!!

  3. Excelente Hugo!! Nunca podría haber descripto de esa forma las «cadenas» que usé de hamacas, como vos, durante mi infancia!! Todo lo demás, maravilloso, volvieron a mí, los olores, los sonidos de ese «centro de nuestro universo infantil»
    Gracias por tanto!

  4. Que extraordinario relato de nuestra juventud en nuestra querida ciudad de Baradero, Hugo excelente lo tuyo que puedo agregar nada, todo lo escribiste y describiste vos espero que estes de lo mejor en New york saludo inmenso a tu Familia abrazo grande para vos.

  5. qué bello texto…….cuántos recuerdos……tené así en tu memoria a nuestra plaza mitre…….
    porque si la vieras hoy….te desilusionarías

  6. Excelente hasta las lágrimas !! FELICITACIONES POR TAN GRATOS RECUERDOS PLASMADOS EN HERMOSAS PALABRAS.

    GRACIAS !!! LO TOMO PRESTADO PARA GUARDARLO EN MI CAJA DE LO RECUERDOS

  7. Buenisimo Hugo. Que buenos recuerdos. Me gusta porque no te olvidas de tu Baradero querido.

  8. Fantastico! lo leere varias veces!!!un genio Hugo, me transporte a los años 50 en un momento!!y eso que no soy de Baradero, pero lo vi!!!

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