—¿Adriano? ¡Hola! Pasá, por favor.

—Hola, Allen. ¿Cómo estás? Gracias.

—¿Cómo has estado? Sentate aquí, por favor.

Alan es gordo, de rostro redondo, calvo en la parte superior de la cabeza, pero en las sienes y en la nuca el cabello ondulado y grisáceo le llega hasta el cuello de la camisa. Su aspecto general y su barba enorme causaron que Mallory y Adriano se refirieran a él alternadamente como “El Gnomo” o “El Duende”. Lleva anteojos estilo John Lennon, sandalias, un pulóver tejido en New México y pantalones de corderoy beige.

En la sala de espera, Adriano se había entretenido mirando las pinturas bastante malas [“Regalos de pacientes”, pensó], y varios artículos enmarcados sobre Allen Markovitch, El Analista de los Comediantes. Su atención apenas registró la música clásica, siempre a volumen susurrante, que oficiaba como una sutil barrera sonora para ocultar las voces del diálogo psicoanalítico.[1] Supuestamente, la melodía neutralizaba cualquier posibilidad de indiscreción auditiva que estimulara la curiosidad mórbida de algún analizante a la espera de sus cincuenta minutos. Surtía tan sólo un relativo efecto.

—¿Te molestaría si esperáramos hasta que llegue Mallory?

—¡Oh, no, está bien! … Mirá, entonces aprovecharé para decirte que para mí estar aquí una vez más no es del todo coherente. Siempre he pensado que, estrictamente hablando, es imposible conocer a nadie.

—Mmmm… tendríamos que ver qué es exactamente lo que querés decir con eso de “estrictamente hablando”, pero si es lo que yo o cualquier otro entendería de inmediato, sin detenerse demasiado a reflexionar analíticamente, es… bien… no estoy de acuerdo con vos. Creo que es posible conocer a una determinada persona bastante bien, hasta un grado… digamos… satisfactorio. Por supuesto que lleva tiempo, y el esfuerzo de las partes involucradas en el proceso. Es un compromiso mutuo.

Esta charla superficial continuó hasta desembocar en una discusión algo antagónica, que de todos modos estableció las líneas generales de pensamiento que distanciaban y conectaban al amante de Mallory y al psicoanalista de esta última. Adriano mencionó un ensayo del filósofo Thomas Nagel[2] sobre la imposibilidad de aprehender experiencias específicas: Para saber cómo sería ser un murciélago habría que estar dotado de un sistema biológico idéntico al de ese animal. “Ni aun colgándose cabeza abajo en la oscuridad de un armario cerrado, uno lograría tener la más vaguísima idea de cómo sería ser un murciélago. La experiencia sería siempre la de un ser humano colgando cabeza abajo en la oscuridad de un estrecho espacio cerrado —algo muy diferente de las percepciones del murciélago en esa postura y de sus razones para permanecer en esa posición física en ese lugar”, no sin lógica declaró Adriano. Allen tomó nota mental del carácter gótico de la imagen que Adriano había elegido como ejemplo.

Entonces sonó el timbre.

Cuando Allen abrió la puerta, Mallory estaba desabrochándose el cinturón del tapado. Se lo quitó rápidamente, lo colgó en el perchero, y tomó una bolsa de papel marrón que estaba sobre la mesita de la sala de espera; había traído café para los tres. Entró, se sentó, y de inmediato comenzó a hablar, como si lo que tenía que decir la estuviera ahogando o la desbordara.

—Allen, estoy aquí con Adriano porque quiero que oigas lo que tengo que decirle: quiero decir estas cosas en tu presencia. Durante el último par de meses, he estado pensando con más y más intensidad a medida que pasan los días, que aunque mi relación con Adriano haya sido siempre tan difícil, aun cuando esta es la tercera o cuarta vez que tratamos de arreglarla, estoy segura de que Adriano es el hombre que amo y quiero que lo intentemos una vez más. Quiero ser su mujer. Quiero a este hombre porque es inteligente, porque es sensible, porque sé que me ama y sabe que lo amo, porque existen tantas coincidencias entre nosotros… compartimos tantas opiniones en tantas áreas diferentes… Claro que tenemos ese pasado, tengo conciencia de eso; las cosas siempre han sido muy duras y difíciles entre nosotros… nos hemos herido mutuamente muchas veces, pero también creo que, justo porque hemos vivido todo esto que te digo, ahora estamos listos para probar de nuevo; quiero decir… para vivir esta vez nuestra relación de la forma que deberíamos haberlo hecho antes —. Ahora se volvió hacia Adriano y lo miró a los ojos. —Adriano, te pedí que vinieras aquí hoy porque… ¿cómo decirlo…? …hacemos nuestros votos delante de los jueces y las deidades en quienes creemos. No puedo imaginar a otra persona u otra situación que yo respete más que a Allen y mi terapia. Sé que debe ser muy difícil para vos confiar en mí ahora. He huido tantas veces… pero, quiero estar con vos; quiero vivir con vos, de verdad, Adriano. Quiero tener un hijo con vos. No tengo otra forma de demostrarte que esta vez es en serio, que esta vez mis palabras son totalmente sinceras. Pensé que tal vez si te invitara a mi terapia para decirte todo esto delante de Allen me escucharías… lo considerarías. ¿Me oirás, por favor?

Era obvio: Con su tono mesurado Mallory trataba de conferir a sus palabras el profundo valor de ese compromiso que estaba asumiendo frente a Allen y a Adriano. Su elocución era desprovista de ciertos tonos que en la mayoría de las ocasiones delatan a los pacientes cuando expresan expectativas irrealizables, las fantasías comunes de los  neuróticos, observó Allen en silencio. Mallory no estaba exteriorizando emociones melodramáticas; en cambio, su voz articulaba inflexiones que sugerían actitudes de seguridad y esperanza. Al mismo tiempo, al decir “Quiero a este hombre”, era perceptible un grado considerable de ternura en el tono su voz. Sus sentimientos constituían la consecuencia coherente de las razones que los originaban. Había una clara conexión entre los auténticos sentimientos de Mallory y las emociones que exteriorizaba. Por último, Mallory había iniciado su discurso refiriéndose a Adriano en tercera persona, hablándole de forma clara a su terapeuta. Luego, no obstante, dirigió sus palabras de forma directa a Adriano. Para Allen, esto constituía una pauta más del compromiso de su paciente tanto para con su tratamiento psicoanalítico como para con sus afectos: Allen estaba satisfecho.

Se recostó en su sillón, cruzó los dedos sobre el estómago y dejó que brotase su sonrisa tranquilizadora de psicoanalista:

—¿Ves? Hoy sos una Mallory muy distinta; sos una persona con un sentido sólido… concreto… de tu yo. Conocés tus objetivos… es decir, sabés lo que querés, lo articulás claramente… podés expresarlo, y hacés los movimientos necesarios para obtenerlo… para satisfacer tus deseos y canalizar tus afectos. Tengo la impresión de que esta vez existen las condiciones apropiadas para que ustedes puedan trabajar sus… hum… cosas… bastante bien. En el pasado, tu noción de identidad… [pensando, remoto, casi para sí mismo, habla Allen] tu sentido de identidad… era tan vago que… no podías involucrarte en ninguna relación afectiva profunda sin sentir que estabas desapareciendo dentro de la misma… hum… no alcanzabas a sentirte segura ni siquiera… hum… …

Adriano ya no escuchaba. Su pensamiento había volado a lo lejos, hacia una mañana en ese mismo consultorio algunos años atrás. En aquella oportunidad, Allen había dicho que Mallory era “una lágrima cayendo en el aire”. Adriano había encontrado esa metáfora excesivamente poética para un terapeuta, pero el momento estaba cargado de trágico romanticismo –tanto que su percepción había sido sepultada de inmediato por un torrente de emociones entremezcladas. Todo había terminado. Una tristeza que dolía físicamente en su intensidad había envuelto a Adriano en una nube de pánico.

—Adriano,. . . a Mallory…, la tenés que dejar ir. Ténes que dejarla ir —había dicho Allen—. Dejala que se vaya —continuó—. Deben separarse por tu propio bien, por el bien de los dos.

Entonces, Adriano había partido del consultorio y caminado por la Calle 72 en dirección a Central Park. Caía una nevada suave, y la capa que blanqueaba todo el parque  amortiguaba todos los sonidos. No bien se adentró en él, sintió que se confundía con el silencio y la falta de color del paisaje. Las ramas más delgadas de los árboles, desnudas, se curvaban imperceptiblemente bajo el peso mínimo de la nieve. El viento afeitaba estos pequeños depósitos de polvo blanco, y creaba un segunda tormenta horizontal que lanzaba agujas congeladas hacia los ojos lacrimosos y el rostro lívido de Adriano. Él caminó, caminó, y caminó preguntándose si sus lágrimas también se congelarían en sus mejillas —perdido en el parque, tropezando una y otra vez, siempre consciente de los pasajes aéreos que había en su bolsillo, del hecho absurdo ridículo, sin sentido, de que ahora esos pasajes eran para nadie.

Había comprado esos boletos aéreos para volar con Mallory a Tahití. Era un gesto desesperado, una tentativa demente de crear un paraíso que rescatara a la pareja destruida. Nunca tuvo la oportunidad de mostrárselos a ella… y terminó volando solo. Pasó días y días caminando tambaleante por las arenas de Tahiti, llorando, y recordando que Mallory llamaba a su ex amante indistintamente por su nombre, Lucian, o por el apodo que ella le había instituido, Gauguin. ¿Por qué Tahití, después de todo? Quizás porque Adriano sabía que en la mitología personal de Mallory Tahití significaba no solamente otra tierra, sino también otra dimensión, un lugar de posibilidades ideales, infinitas. En las historias de Mallory, Tahití siempre había significado el pasaje a la felicidad absoluta. Un refugio para el pueblo elegido, su Nueva Jerusalem. Extraño grupo de raras coincidencias: Marlon Brando era el único ídolo viviente de Mallory. Ver One Eyed Jacks[3] era uno de sus rituales constantes. Por medio de los ojos de Mallory, Adriano había aprendido a “entender” a Brando: una vez ella le había dicho [parafraseando a Elaine Stritch,[4] que mandar a Marlon Brando a clase para que aprendiera el Method Acting era como mandar a un tigre a clase para que aprendiera a vivir en la jungla.

Sumido estaba en aquella maraña de recuerdos instantáneos, cuando algún súbito silencio lo forzó a retornar a la sala. Entonces bebió unos tragos de café, y tomó el orgullo profesional de Allen como firma de endoso a la recién hallada “constancia” de su paciente. ¿Sería ella desde ahora en más La ninfa constante[5] Con esta garantía de Allen, pero no sin cierta reluctancia, Adriano apartó sus dudas y miedos, y aceptó la propuesta de Mallory.

Allen estaba sentado en un aparente estado de olvido total de sí mismo, apenas hamacándose en su gastado sillón de cuero. Ese lenguaje, esto es, exclusivamente el lenguaje gestual del cuerpo de Allen, llevó a Adriano a ignorar la arrogancia del analista y, en cambio, refugiarse en la seguridad que representaba. Adriano se dijo que lo intentaría. De cualquier modo, a lo largo de todos esos años no había habido otra cosa que esperase siempre con mayor tesón que un proyecto con Mallory que no estuviese destinado al repetido fracaso. Ella estaba de regreso. ¿Pero, quién era aquella que estaba de regreso?

Apenas la conocí, le confesé mi amor.

Richard Parra

 

La primera vez que Adriano le dirigió la palabra a Mallory fue a finales de los años ochentas, en el sector de la Avenida Lexington del piso principal de Bloomingdale’s, a la entrada de la antigua perfumería, “La Parfumerie”, frente al mostrador de Catherine Deneuve. Justo en el punto de origen de B-Way —la “avenida central” del department store.

Mallory llevaba un vestido Jean-Paul Gaultier plateado, confeccionado con un material de calidad finísima cuyo aspecto metálico tal vez indicase lamé. Esta tela era al mismo tiempo etérea y firme; la vestía muy al cuerpo, adhiriéndose a la piel como una segunda epidermis. Los breteles que sostenían el atuendo eran tan angostos como cordones de plata tourbillon. El audaz cleavage del escote servía de display para dos pechos enhiestos y proporcionados a la silueta esbelta que la estrechez del vestido delineaba. El largo cabello pelirrojo —abundante, fino y lacio— le caía suavemente sobre dos hombros perfectos. Éstos constituian la culminación de un torso que se erguia de un modo tan esplendido que hubiera hecho las delicias del pintor Jean-Auguste Ingrès. La tersa piel que la vestimenta revelaba con generosidad era de un tono perlado translúcido, que la naturaleza había agraciado con un estratégico salpicado de diminutas pecas cobrizas. La falda tubo continuaba recta hasta los tobillos, sobre los cuales se abrochaban las hebillas de plata sterling de un par de sandalias minimalistas color gunmetal mate —también Gaultier, de altos tacos aguja— que dejaban al desnudo los pies finos y delicados de esta exótica modelo de runway.

Sus ojos esmeralda-azulados, enmarcados por largas pestañas, estaban fijos en un punto inmaterial del espacio lejano, mientras sus labios finos insinuaban una semisonrisa al mismo tiempo profesional y seductora que exaltaba la expresividad de su rostro agudo.

Adriano descubriría mucho más tarde que Mallory odiaba su trabajo, pero lo hacía como nadie. Era de sangre norte-europea, era judía, era norteamericana, era neoyorkina del Lower East Side… y era una gran actriz. Era la encarnación del Method Acting de Strassberg y el sistema actoral de Stanislavski[6] puesta al servicio del Templo de la Moda del Upper East Side de Manhattan.[7] No era realmente un templo: este escenario, para Mallory era en verdad un palacio de lujo decadente que estimulaba el desenfreno adinerado de los consumidores conspicuos que generaba la voraginosa Wall Street de aquella década. Plata dulce color verde.

Adriano estaba en el “clip central”, un puesto embutido en la enhiesta columna Déco de mármol negro que separaba la vitrina de Giorgio Beverly Hills de la de Catherine Deneuve. Este era el puesto externo principal de La Parfumerie. Adriano, perfectamente afeitado, vestía un smoking negro Gianni Versace. Su cabello estaba peinado tirante hacia atrás, fijado con una generosa cantidad de gel cristal. Un pequeño diamante engarzado en platino brillaba en su lóbulo izquierdo —“Left-is-right, right-is-wrong.[8] Con la mano izquierda sostenía un frasco de First Eau de Parfum Van Cleef & Arpels.

El clip central era un artefacto cilíndrico de laca negra, también de estilo Art-Déco, como todo el edificio. En el tope descansaban un par de botellas de Eau de Parfum y un jarrón de cristal Lalique con dos orquídeas blancas. Había también sobre ese plateau una bolsa negra con el logo dorado Van Cleef & Arpels, de la cual brotaba una erupción de papel, también dorado, plegado de forma tal que era posible detectar alguna influencia de la disciplina estética japonesa origami. Cuidadosamente disimulada entre los pliegos de papel, sobresalía la punta de un canuto de plástico negro. Mientras se inclinaba fingiendo inhalar el aroma de las orquídeas, Adriano en realidad usaba el canuto para beber café muy fuerte de un gran recipiente cerrado de material térmico, que se hallaba oculto dentro de la bolsa Van Cleef & Arpels. Muchos modelos trabajaban mambeados de cafeína, marihuana o cocaína.

De su Italia nativa, Adriano había traído —además de su inclinación por el café muy cargado [“Dame un triplice espresso. Sin azúcar por favor”]— el hábito de acercarse demasiado al rostro de las personas al hablarles, mucho más cerca todavía para hablarle a una mujer:

—¿Sabés una cosa? Vos no existías. Acabo de crearte —le respiró en el rostro a la modelo.

Sorprendida, Mallory movió su cabeza hacia atrás, distanciándose. Era varios centímetros más alta que Adriano, mientras que el amante actual de la deslumbrante mujer, Lucian, era un hombre imponente de más de dos metros de altura. No obstante, la extraña energía que Adriano generó al lanzar su críptico mensaje la sacudió de forma tal que le impidió considerar esa diferencia. A pesar de no haber captado lo que Adriano quería significar con esas palabras, Mallory sintió que esa declaración hermética penetraba como una daga hasta un espacio muy recóndito de su estructura psíquica.

Esa noche se descubrió despierta, deseando volver a Bloomingdale’s al día siguiente. A su lado en la cama, el cuerpo de Lucian era demasiado pesado. Trató sin éxito de alejarse de esa presencia que roncaba, de ignorar los ruidos de la calle.

 

Malcolm, originario de Seattle en el Estado de Washington, hoy reside en París y escribe obras de teatro. Años antes, durante la mañana siguiente a la noche insomne de Mallory, Malcolm era un joven y hermosísimo actor, y uno de los modelos que ofrecían Deneuve – L’Eau de Toilette. Obstruía con su cuerpo delgado la línea de visión de Mallory, pero ella no quería inclinar el suyo de modo demasiado obvio sobre la vitrina, mientras trataba de confirmar que Adriano se hallaba en el clip central. Después de hacer algunas tentativas infructuosas desde distintos ángulos para tratar de verlo, abandonó toda discreción y se inclinó tanto que las puntas de sus pechos [el vestido Gaultier de lamé no admitía el uso de soutien] tocaron el frío mostrador de cristal. Mientras su cuerpo se estremecía por el gélido contacto, una voz a sus espaldas dijo:

—Entonces dejame decirte algo. El  SPQR; o sea, “el Senado y el Pueblo de Roma”… es decir, yo, decretan que sos la mujer más hermosa de la tierra.

Sorprendida, se volvió rápidamente y se encontró con un par de ojos a muy corta distancia y clavados en los suyos. Adriano levantó en seguida la mano, tocó apenas el rostro de Mallory, y se apartó caminando hacia una de las escaleras mecánicas. Dándole la espalda, ascendió… hasta desaparecer.

Mallory preservó la sensación de ese toque a lo largo de toda la mañana y no se retocó el maquillaje hasta la tarde. Pasaron varios días y se repitieron eventos del mismo tipo. La tensión entre ellos creció exponencialmente.

 

Un día, durante la hora del almuerzo Mallory fumó un joint [un ‘porro’] de mixtura [marihuana y hashish] cerca de la estación del cable carril que cruza de la Isla de Manhattan a la Isla Roosevelt.

A las 15:30, Adriano exhibía un frasco de perfume Eternity de Calvin Klein en el clip de la Arcada [Arcade] contigua a la góndola de relojes Rolex y Patek Philippe, frente a la entrada de la Avenida Lexington y la Calle 59.

Mallory empujó los enormes paneles de cristal, bronce, hierro patinado y acero de una de las puertas giratorias de ese acceso a Bloomingdale’s, y se dirigió rápidamente hacia Adriano.

Casi en un susurro:

—¿Podés venir conmigo un momento? Tengo que decirte algo.

Cruzaron la Gourmet Delicatessen del grand magasin y giraron a la izquierda por el corredor que conducía al banco de ascensores del primer subsuelo, Mallory siempre caminando adelante. Se detuvo frente a los esos medios de elevación de la tienda y su cuerpo hizo un giro ríspido de ciento ochenta grados. Así se situó frente a frente con Adriano. De inmediato él se colocó a la distancia apropiada para hablarle, es decir, demasiado cerca. Mallory apoyó la mano derecha con firmeza en el pecho de Adriano y lo empujó hacia atrás:

—¡No! ¡No! ¡Escuchame! ¡Esto ya ha ido demasiado lejos! ¡Dejá de perseguirme! ¡Fue sólo un sueño! ¡NO SOY quien querés que yo sea! ¿Entendés?

—Pero oíme, Mallory…

—¡No! ¡No! ¡Vos me oís a mí! ¡Dejá de perseguirme! ¡Se acabó! ¡Acabó! ¿Me has oído? ¡Acabó!

Y se marchó, decidida.

Adriano permaneció sin moverse. No entendía nada; ¿De qué hablaba Mallory? ¿Qué? ¿Cómo algo que ni siquiera había comenzado podría acabar así, tan súbitamente, sin razón alguna?

No lo entendía, pero sintió una emoción que no logró identificar. Por primera vez experimentaba un ataque de pánico. Las punzadas de un dolor desconocido contorcieron sus facciones. Lo que no llegó a entender, ni sospechaba, es que esta era en realidad la primera instancia de lo que acababa de comenzar.

Desarmado, volvió a su clip y sin cesar repitió el nombre de la fragancia que anunciaba esa semana.

Eternity, Ladies. Eternity, Eternity, Eternity, Eternity…

La Mallory que llegó al consultorio de Allen decidida a darle otra oportunidad a su amor por Adriano, era una transformación de la Mallory de años anteriores. Ya no gastaba cantidades absurdas de dinero en haute couture:[9] ahora compraba sus ropas inspeccionando con determinada minucia los percheros de las tiendas de segunda mano [thriftshops] de los barrios manhattanenses de, Soho Tribeca y el Lower East Side, siempre atrás del hallazgo milagroso de su ojo perspicaz, su sabiduría, gusto y buena suerte. Ya no era modelo ni actriz; trabajaba en forma esporádica pero intensa en varias actividades y además estudiaba cinematografía en la New York Film Academy.

Pero Mallory no había abandonado el mundo de la moda, simplemente había cambiado la filosofía que regía sus decisiones al respecto:

Su cabello ya no era pelirrojo, sino de ese marrón neutro que en la lengua castellana se denomina “castaño oscuro.” Aun así lucía un corte muy sofisticado: tenía la nuca rapada al estilo militar. Sin embargo, el resto del pelo había sido altamente estilizado y el resultado era un comentario o una parodia elegante [un send-up] de un clásico corte y peinado Chanel corto.

También había dejado de maquillarse, excepto sus ojos, y apenas: una sutil línea continua recorría el borde mismo de los párpados —como si señalase el lugar de implante de cada una de sus pestañas, que se mantenían extendidas y ligeramente curvas debido a la aplicación de rimmel incoloro Shiseido. Así estaban enmarcados sus ojos; Mallory los trazaba ella misma, diestramente, con el milenario “koheul [o kohl] des femmes Mauresques de l’Algérie ancienne.”[10] En su boca,  apenas un toque de labial M.A.C. casi transparente.

Mallory no comía casi nada, pero lo poco que ingería consistía siempre de alimentos que estarían incluidos en cualquier dieta estricta natural [o “bio”, como dicen los franceses]. Adicta a “un interior limpio” por medio de high colonics,  a menudo se aplicaba enemas a presión de agua templada con zumo de jengibre, limón y sal marina, y bebía con regularidad limpiadores de colon saturados de kéfir y lactobacilos. Hacía, además,  yoga y meditación trascendental en el New York Open Center of Holistic Learning and Wold Culture.

La luz del living de su apartamento era color verde, lograda por una verdadera cortina vegetal por la cual se filtraban los rayos del sol: una rica variedad de especies de plantas crecía en un enorme cantero, embutido en el alféizar del gran ventanal que se extendía de pared a pared. Todo el salón miraba hacia el conglomerado más verde de la ciudad: Central Park.

La única decoración en la pared principal consistía en una enorme fotografía en blanco y negro del Dalai Lama, impresa en papel pesado mate y enmarcada de modo sobrio. La imagen estaba escoltada por dos espejos enormes, uno a cada lado de la misma, igualmente ascéticos. En otros tiempos, Adriano había visto estas superficies cubiertas por las brillantes y coloridas pinturas expresionistas del artista-plástico y amante de Mallory, Lucian [Gauguin].

Día y noche en ambos extremos del largo alféizar ardían velas votivas; y por la mañana y al anochecer, humeaban su aroma varitas de incienso y sándalo, incrustadas en las trompas erguidas de sendos elefantes de porcelana. Debajo de la fotografía del Lama, en el piso, había una escudilla oriental de arcilla cocida, colmada de granos crudos de arroz integral [“Los granos largos son yang, ¿sabés?”]. Frente al plato de arroz no había nada más, a no ser un mullido almohadón forrado con un batik hindú de diseño laberíntico. Tenía forma fálica y estaba especialmente destinado para occidentales, ya que en general no pueden asumir la posición del loto de manera confortable —ni por más de unos pocos minutos, y este complemento lo hacía posible. Con el falo entre las piernas podían, por fin, relajarse.

Mallory no necesitaba el almohadón, sólo formaba parte del apparel de su living. Dotada de una gran elasticidad y destreza que le daban un dominio experto de su cuerpo, a Mallory le era posible permanecer en la posición del loto por tanto tiempo cuanto lo desease, en una ausencia psíquica desde donde vislumbraba allá lejos, a la distancia… el Nirvana.

La fotografía del Lama, la escudilla de alongados granos de arroz y el almohadón-falo constituían el altar de Mallory. A ella le gustaba describir la pacífica sonrisa del Dalai Lama con tal minucia que daba la impresión de ser una de sus contadas amigas íntimas.

Cuando no se estaba escuchando música de algún género específico [en general, jazz o pop-new wave], la música continua en el medioambiente de Mallory era Eastern retro: muy a menudo, la cítara de Ravi Shankar.

Durante su reencuentro con esta Mallory irreconocible, a Adriano le había sido dado presenciar el funeral y el entierro de su carrera de actriz, después de una sesión muy dura de la ex-modelo con Allen: ella había regresado al apartamento, rasgado sus headshots curriculum vitae y cancelado su suscripción a Variety y Backstage, las revistas de la gente de teatro. En las semanas anteriores, había sufrido varios ataques de pánico escénico [stage fright], y decidido que superarlos constituiría un esfuerzo mayor, una tarea más difícil que cualquier recompensa que sus aspiraciones artísticas le pudieran brindar. Había comprendido que esa parálisis pre-escénica se haría crónica y le impediría alcanzar el prestigio profesional que su autoestima [o su superego] le demandaba.

Otros cambios habían ocurrido también mientras estaba apartada de Adriano. Poco a poco, Mallory le fue entregando detalles de esas modificaciones [además de todo lo que Adriano fue también descubriendo] durante las citas nocturnas que habían combinado.

En ese medio-tiempo, y en este nuevo comienzo, hasta que ella pudiera librarse de su apartamento y mudarse al de Adriano, habían decidido que sólo tendrían citas. Se confiarían las circunstancias mutuas del momento actual durante ese período preliminar en el que solamente “saldrían”. Sería como si estuvieran de novios.

Disfrutaban especialmente el sashimi de los lunes a la noche en el restaurante japonés Taka de la Séptima Avenida. Fue allí donde, entre roes, yellowtailsunis, ella le reveló que era experta en muebles Depression Modern, y que había adquirido un profundo conocimiento de ese estilo mobiliario en una pequeña mueblería anticuaria, en Soho, donde ahora trabajaba. Haciendo uso de su nueva especialización, entre un montón de trastos polvorientos había descubierto dos artefactos de alto valor, en el local de muebles usados del Ejército de Salvación de la Calle 96 Oeste. Los había adquiridos a ambos de inmediato: uno era una banqueta Depression Modern [cuya autenticidad estaba certificada en una plaqueta metálica remachada a la parte inferior del asiento]. El otro era un escritorio de nogal y caoba macizos de mediados de la década del treinta —también un purísimo ejemplar del estilo Depression Modern.

Mallory había pagado tan sólo cuarenta dólares por la banqueta, que fue rematada poco después en Sotheby’s; el martillo bajó a los 4.600,00 dólares [más tarde le mostró a Adriano una fotografía en colores de su mueble, ya en el catálogo para el remate de aquella misma noche]. Todo el trabajo que Mallory había hecho para ganar esa suma había sido tomar un taxi desde el local del Salvation Army en la Calle 96 hasta su apartamento, y de allí dirigirse en otro taxi hasta la Sotheby’s del East Side de Manhattan —después del par de días que le había llevado confirmar la autenticidad de la banqueta con el dueño de la boutique anticuaria de Soho.

El hermoso escritorio curvo [cien dólares] se lo había quedado para ella y algún día, para que fuera impecable, se lo haría restaurar a los ebanistas de la Depression Modern de Soho. Mientras tanto, el escritorio lucía simple, hermoso y levemente decrépito en el living de Mallory, no demasiado cerca del altar. Sobre el mismo había una lámpara ámbar Art-Nouveau de bronce y alabastro que emitía una tenue luz amarillenta, un teléfono “princesa”, su computadora Power Mac y un esbelto jarrón transparente de cristal Tiffany que albergaba una única cala [“¿Has notado que la cala es un objeto Art-Nouveau por naturaleza?”]. En los cajones había cuentas a pagar, cuadernos, lapiceras y monedas; pero el escritorio contenía también un secreto.

Una noche, después de haber bebido mucho champagne y antes de hacer el amor, Mallory decidió darle a Adriano una prueba concreta de cuánto confiaba en él. Abrió el cajón inferior  izquierdo del escritorio, hasta retirarlo por completo. Él se encontraba a pocos pasos de distancia, sentado en el sofá. Solamente la lámpara Art Nouveau estaba encendida y Mallory —de rodillas y desnuda, tratando de llegar con la mano hasta el fondo del hueco dejado por el cajón después de haber sido extraído— compuso con su cuerpo una imagen en la que Adriano vio una estética perfecta.

Para poder alcanzar lo que sea que ella buscaba, Mallory había inclinado la cabeza levemente hacia atrás y a la izquierda, había asimismo flexionado sus largas piernas de modo asimétrico, para mantener el equilibrio precario que la postura forzada le requería.

La lámpara Art Nouveau de alabastro emitía su cálida luz dorada. Los reflejos suaves de las luces de la Avenida Central Park West se transformaban en tonos verdes sombríos por su pasaje a través de la floresta en el macetero de la ventana. La composición era una combinación casual y extraordinaria de varios estilos que confluían en una unicidad estética formal.

Mallory estaba desnuda; una rodilla se apoyaba en el suelo; la otra, daba apoyo al codo de su brazo derecho; la cabeza se encontraba inclinada hacia atrás y a la izquierda; la silueta completa de Mallory resplandecía delante del halo dorado de la lámpara de alabastro. La iluminación intimista de una pintura de Flandes, el Art déco de las esculturas de porcelana de Erté y la gracia física natural de Mallory, se fusionaban en una escultura viva: un tableau vivant unipersonal. Mallory era ahora la estilización de un sublime contrapposto in ginocchio: the Canon.[11]

Era uno de esos momentos mágicos que duran apenas el instante mínimo de su percepción. Mientras la mente de Adriano trataba de asimilar la impredecibilidad del instante que se le ofrecía, ¡zum! la imagen se desintegró. Mallory extrajo el brazo del hueco, recuperó el equilibrio, y Adriano vio que tenía dos bolsas de polietileno en sus manos. Había en ellas gruesos fajos de dólares. Mallory alzó ambos brazos exhibiendo las bolsas, como trofeos, o como presas de caza.

Ese dinero era el valioso secreto del escritorio. Provenía de empleos informales que le redituaban ingresos inmediatos, en cash, libres de impuestos. Varias noches por semana, por ejemplo, Mallory era maître d’hotel [otras veces simplemente camarera] en barcos charter que navegaban cíclicamente por la noche alrededor de la Isla de Manhattan, mientras los pasajeros comían y bebían en exceso a un precio ridículo de tan oneroso. Adriano consiguió memorizar el nombre de dos de esos barcos: Le Raconteur y L’Entrepreneur.

Adriano sabía que lo que se le ofrecía era un momento precioso, y que por lo tanto debía atesorarlo para siempre. Entonces, en silencio se lo re-describió a sí mismo para no olvidar detalle alguno.

Como si hubiesen penetrado el celuloide de un film noir de la década del cuarenta, así recordaría Adriano la escena: Mallory se hallaba de pie ante él, hermosa y desnuda, iluminada por el reflejo de la luz de las lámparas de la Avenida Central Park West que se filtraba a través de las plantas —su silueta difuminada por el halo ámbar de la lámpara interior Art-Déco de alabastro.

Mientras Adriano pugnaba por inscribir esos detalles cruciales en las tablillas prodigiosas de la memoria perdurable, Mallory permanecía erguida ante él —en su inefable desnudez— con una bolsa de polietileno transparente repleta de fajos de dólares levantada en cada mano —como una misteriosa imagen totémnica cuyo poder y significado Adriano jamás sería capaz de descifrar.

No obstante, un par de minutos más tarde la tendría estremecida entre sus brazos.

Durante su pausa laboral para el almuerzo en la estación del cable carril de la Isla de Manhattan a la Isla Roosevelt, después de fumar la mixtura de marihuana y  hashish, pelirroja y vestida enteramente en un “largo de cocktail” azul tornasolado designed by Claude Montana — dead-stoned[12] y estresada— a Mallory la iluminaron tres epifanías:

Descubrió que su sutil juego erótico con Adriano había crecido hasta quedar fuera de toda proporción. Comprendió por fin también el significado de las primeras palabras que él le había dicho, “¿Sabés una cosa? Vos no existías. Acabo de crearte”: La pasión que emanaba de la voz y la mirada de Adriano la había re-creado. Por último, tomó conciencia de la tamaña desolación que le generaban sus encuentros sexuales con Lucian: había perdido todo el placer de ser la Musa, Deidad y hembra de su amante.

Ahora Mallory sabía que cuando Adriano pronunció las palabras “¿Sabes una cosa?: Vos no existías. Acabo de crearte.”, le estaba diciendo que la desearía intrínsicamente. La querría con un impulso tan romántico, con una desesperación tan absurda que la sacudiría hasta sus cimientos y la arrancaría de la inmovilidad estatuesca que ella había construido para sí misma. Como si se observase desde lejos y desde afuera de su propia existencia física y espiritual [“¡Esta mixtura es realmente poderosa!”], ella ahora divisaba una fortaleza de piedra helada, erigida en medio de la polución espiritual de una vida despreciable de representación y simulacro: la suya, como “Primera Modelo” de La Parfumerie.

Comenzó a acelerar el paso; el ruido de sus tacones Manolo Blahnik de charol plateado resonaba en los zaguanes de las elegantes townhouses del Upper East Side. Dejó que ese sonido rítmico se transformara en un mecanismo para graduar la velocidad de sus hallazgos, de sus tres epifanías. Desde la estación del cable carril hasta Bloomingdale’s la acompañó el eco de esas palabras, “Vos no existías. Acabo de crearte”, “Vos no existías. Acabo de crearte”, “Vos no existías. Acabo de crearte”.

Así como Adriano se había enseñado a sí mismo a desearla, también había reimplantado en Mallory deseos y necesidades a los que ella había renunciado hacía ya largo tiempo. Mallory había interpuesto una puerta de acero entre su yo presente y la historia de su propio pasado. La modelo de Bloomingdale’s había emergido como una náufraga sobreviviente de un mar  de aguas tempestuosas —de ese tiempo anterior cuya existencia ella había conseguido borrar, pero a un precio carísimo, hoy lo sabía.

Estaba ahora aterrorizada ante la posibilidad tal vez inevitable de reencontrarse con esa historia pretérita de su vida. Esa puerta de acero entre ella y lo que existió en aquel entonces debía continuar cerrada bajo llave, pasador y tranca de hierro. Tenía que detener ese proceso de inmediato. Inmovilizar a Adriano, amordazarlo.

Llegó a la Avenida Lexington y giró a la izquierda para alcanzar una de las dos entradas principales de Bloomingdale’s, la de esa avenida y la Calle 59. Sin notar la letra del rap que brotaba rabiosamente del radio del hombre parapléjico que mendigaba a la entrada del department store, Mallory empujó la puerta giratoria y entró hecha un torbellino:

Yo, ho’

Gonna make you beg!

Yo, ho’

Gonna make you bleed!

Yo, ho’

Gonna make you feel!

Yo, ho’

Gonna make you be![13] 

 

Ya en La Arcada, vio a Adriano en el clip de Eternity, de Calvin Klein. Caminó rápidamente hasta él y le susurró:

—¿Podés venir conmigo un momento? Debo decirte algo.

 

Una vez que le hubo mostrado los valores que escondía el escritorio Depression Modern, Mallory le dijo a Adriano que iría a pasar una semana en la casa de un amigo en la isla Martha’s Vineyard, en el Cape Cod de Massachusetts. Le entregó las llaves de su departamento y declaró cuánto le gustaría que las conservara en su poder desde ese momento en adelante y que, “por favor, por favor, por favor”, le regara las plantas durante su ausencia.

En esta última tentativa de salvar [en realidad, de recuperar] la relación con Adriano, Mallory aprovechaba la oportunidad —esa y cualquier otra de valor trascendente— para reafirmar su compromiso con él, su entrega a Adriano.

La posesión de las llaves había sido motivo de discusiones constantes en tiempos pasados. Mallory llevaba una vida privada que preservaba y protegía con un celo tal que la había llevado a prohibirle a Adriano cualquier acceso impromptu a su hogar de Central Park West:

—Never come again unannounced! [¡Jamás vengas otra vez sin avisarme antes!]

La realidad de estar en contacto nuevamente, de saberse juntos una vez más, de por fin superar los temores y en consecuencia bajar las defensas, en esos días tempranos era para Mallory una incongruencia que no conseguía conciliar. Ya habían sido pareja en varias oportunidades, habían estado cerca o distantes en fases diferentes de sus vidas a lo largo de nueve años, pero nunca habían vivido juntos ni intercambiado jamás las llaves de sus respectivos departamentos. Ahora, en esta última tentativa, esta etapa final —después de los votos frente a Allen, con todas las posibilidades agotadas y todos los símbolos ya destruidos o perdidos— no quedaban otros mecanismos. Por eso ella se forzaba a estas entregas radicales:  el llavero que Mallory acababa de ofrecerle a Adriano tendría que constituir el último talismán. Él abrió entonces su mano derecha, palma ahuecada hacia arriba, y Mallory depositó en la misma el pesado llavero de plata 900 maciza: eran dos letras “C” hermanadas en un abrazo, el logotipo de Chanel.

Con la grave expresión de quien efectúa un juramento legal o una promesa de carácter religioso, Mallory le dijo:

—Quiero que poseas estas llaves, que te las quedes tanto cuanto lo desees. Quiero que mientras yo tenga este departamento, que es también tu lugar, te sientas dueño de venir aquí cuando quieras, de permanecer aquí tanto tiempo como quieras…

 

Adriano llegó a la mañana temprano. Abrió la doble cerradura y encendió las luces. Era domingo de mañana y Mallory estaba en Martha’s Vineyard. Con algo de aprehensión, se paseó por el departamento antes de atreverse a encender el estéreo para escuchar música. Finalmente oprimió el interruptor y algunos segundos después surgió del piano de Thelonious Monk la melodía de  “Nuthin’s Perfect” [Nada es perfecto]; sin duda, lo último que Mallory había estado escuchando antes de partir.

Adriano permaneció un momento de pie en el centro exacto del living, oyendo la digitación percusiva de Monk sobre las teclas, —muchas negras, sostenido y bemol. Mientras tanto cavilaba sobre la ironía que en ese momento representaba para él el título de esa canción, Nuthin’s Perfect!.

Entonces emergieron a la superficie de su conciencia los recuerdos de su relación pasada con este lugar, el hogar de Mallory. Éstos permeaban de modo gradual su acostumbrado buen humor del séptimo día —y así se insinuó en su interior un malestar que Adriano imaginó sentiría cualquier invasor dotado de cierta ética.

Entonces puso manos a la obra: llenó la gran jarra de cristal en la cocina y comenzó a regar los varios potes y macetas que se hallaban disimulados dentro del gran plantero del ventanal. En uno de los viajes a la cocina para re-llenar la jarra de agua, se detuvo a observar con atención absorta el enorme reloj de madera de péndulo oscilante que colgaba de la pared, al final del corredor; había sido construido por un actor y músico de blues, Martial —un amante más de Mallory. Para Adriano, ese reloj constituía una reliquia, el símbolo literal y cronográfico de otro tiempo tormentoso.[14]

 

Mallory había conocido a Martial en un taller de Hamlet. Sólo le confesó a Adriano que Martial había penetrado en su vida cuando ya no supo más cómo continuar ocultando esa verdad. No obstante, le aclaró que estaba sólo deslumbrada con Martial, porque “era muy hermoso”. Le aseguró que no estaba enamorada de él; era simplemente “una infatuación momentánea”.

Sin embargo, algunas semanas más tarde Mallory comenzó a comprar bags de heroína Starsky & Hutch y a perderse días enteros aspirándola. El aislamiento absoluto que crea la comunión total con la heroína había sido el medio que Mallory encontró para apartarse de Adriano… para desaparecer de su propia conciencia y re-emerger junto a Martial.

Pasaron días y días de ausencia.

Entonces hubo una nueva oportunidad y Adriano fue admitido al departamento de Mallory. Al entrar se deparó con una Gibson Les Paul de caja acústica —un refinado instrumento de madera ahumada color miel y diapasón de ébano. Ésta descansaba sobre el sofá del living, al lado de una maleta negra de  aspecto profesional. Era la costosa guitarra y el resto de las pertenencias de Martial, que acababa de mudarse a ese lugar. Mallory, con los ojos a media asta [¿heroína?] le informó a Adriano que Martial era ahora su roomate.[15]

Y ese momento había determinado el fin de otra de sus etapas con Mallory.

 

Cuando Adriano terminó de regar las plantas, el reloj que Martial había construido tic-taqueaba las diez horas y treinta y cinco minutos de la mañana. La memoria de ese final desastroso, causado por la llegada de Martial, le advirtió a Adriano que no debía confiar jamás en Mallory. ¿Estaba realmente ella en Martha’s Vineyard, hospedada en la casa que allá tenía Ronald, su amigo y jefe, el propietario de Depression Modern?

Mallory le había presentado a Ronald en la mueblería-boutique de Soho, por lo tanto Adriano no sólo sabía que era gay sino también que era, desde hacía muchos años, el amante de un hombre mucho mayor que él. La relación había comenzado como las que establecían los aristócratas de la Grecia clásica con sus amantes adolescentes, the boy lovers.

No obstante, ¿qué fantasmas subsistían en los rincones oscuros del corazón de Mallory y en los del torturado cerebro de Adriano?

 

Deslumbrante Mallory:

No te preocupes. Lo entiendo. Me has empujado a lo lejos. Me cerrás todos tus accesos. No querés saber lo que tengo para darte. No querés intentarlo. Estás demasiado asustada. No “fue sólo un sueño”; fue también un juego. Acabo de entender cómo duele saber que no te tendré. Este es un sentimiento que no estoy dispuesto a vivir. No te conozco, pero te conozco; te conozco como nadie te conoce, porque, como te dije, yo te he creado. Sé cuán difícil es “encontrarte con tu creador”, pero veo que es todavía mucho más difícil poseer aquello que uno ha creado. Frankenstein jamás logró adueñarse de su monstruo.

Pero, como dije: no te preocupes. Si decido no hacerlo, no te necesitaré. Como sos mi creación [si fuésemos personajes de Blade Runner,[16] yo sería el Dr. Eldon Tyrell; y vos, uno de mis replicantes], tal vez podría destruirte, algo que no haré. En lugar de eso te des-crearé. No será demasiado difícil:

No te volveré a mirar; nunca más te hablaré. Voy a evitar cualquier pensamiento que pueda relacionarse a tu reciente nacimiento; es más: te voy a des-nacer y serás nada; nunca serás ni jamás habrás sido.

Mi imaginación inventó este mito: junto a la memoria de mi imaginación, navegaste un instante por alguna sinapsis de mi cerebro. No obstante, del mismo modo que mi imaginación puede ser una fuerza creadora, puede también reducir lo creado a una onda tenue y sutil que muere al cesar. Cesarás.

De ahora en más, mi universo mental vibrará, ya vibra en este momento, en una dimensión que no tiene ningún lazo con la historia emocional o la memoria pasada de la que hacías parte. Estás fuera de esta historia.

Todo está olvidado para beneficio de tu no-existencia.

Vos me cerrás la puerta en la cara y yo hago lo que Nietzsche hizo con la puerta del paraíso.

La Deidad ha muerto.

Adriano.

 

No habían pasado más de veinticuatro horas desde el diálogo corto y ríspido frente a los ascensores del primer subsuelo. Ahora Mallory temblaba en el baño de damas del segundo piso, mientras leía la carta que Adriano le acababa de dejar, sin mirarla ni decirle una sola palabra.

Durante las semanas siguientes, la actitud de Adriano fue la misma que al dejarle la carta. Para él, Mallory ya no existía. ¿Había existido alguna vez? Algunas veces, obligaciones profesionales los situaban lado a lado en La Parfumerie. A pocos centímetros de Mallory, él interactuaba con clientes o con otros modelos. Su conocido carisma personal daba la bienvenida e incluía a todos sus interlocutores en general y a cada persona en particular que se encontrara en ese recinto —una de las cualidades profesionales extraordinarias que poseía.

Había, sin embargo, algo invisible e intangible que era dirigido sólo a Mallory: la nada; nada en absoluto. No había miradas, ni gestos explícitos ni otros indicadores físicos. Adriano negaba la existencia de Mallory, y eso la invisibilizaba.

La atención colectiva que la presencia de Adriano despertaba tenía como efecto secundario el aislamiento de Mallory. No era intencional, no era punitivo, no era un acto de agresión pasiva, ni era una venganza. La invisibilidad que ella había cobrado ante Adriano se reflejaba en Mallory como una clara vivencia personal de exclusión y abandono: Mallory nunca había sido ‘negada’ por nadie; esta era una realidad desconocida para ella. Se descubría abandonada y excluida de todo espacio que albergara a ambos, de cualquier evento que sucediera en cualquier ámbito en que los dos estuvieran presentes. Cuando Adriano se encontraba allí, Mallory desaparecía.

Pasados unos días, la sensación de haber desaparecido comenzó a persistir en Mallory, aun después de que Adriano hubiera partido. Los períodos de inexistencia se hicieron más y más largos. Algunas semanas más tarde, ella empezó a arrastrar su inexistencia a su hogar.

Debía hacer algo al respecto.

—Entonces… ¿Nunca más me vas a hablar?

—¿Perdón?

—¡Oh!, ¡Vamos, Adriano! … ¿Me vas a hablar o no?

Adriano evitó mirarla, pero cuando Mallory se acercó más y más, envolviéndolo en la nube de fragancia Catherine Deneuve que existía permanentemente a su alrededor, él levantó los ojos del frasco de Eau de toilette Spoiled que tenía en la mano.

Mallory estaba peinada de cabello tirante, anudado en la nuca con un lazo de terciopelo negro; vestía un raro mini vestido acampanado Azzedine Alaia de seda negra de mucho cuerpo, sin ningún detalle. Llevaba medias de color blanco translúcido, que desaparecían dentro del par de etéreas zapatillas de ballet Christian Louboutin, de cabritilla y raso negro, que Mallory llevaba en sus pies por orden expresa de monsieur Louboutin mismo, quien acababa de abrir su salón en París en sociedad con la princesa Caroline de Mónaco, y presentaba su línea de footwear en Bloomingdale’s esa semana.

Tenía puestos guantes blancos que subían hasta más arriba de los codos, rozándole los bíceps mínimos, firmes y delineados. En el dedo pulgar izquierdo, sobre el guante, lucía un extraño y enorme anillo ‘cabouchon’ Bvlgary de oro macizo blanco.

Adriano, por su parte,  se hallaba vestido con el uniforme estándar Spoiled, de Theodore Beberly Hills: un tuxedo cruzado Ermenegildo Zegna de seda y lino blanco sobre una remera marinera pegada al cuerpo, a rayas horizontales color azul marino y blanco. Una bandana angosta Hermès de seda, también azul marino, se anudaba floja al cuello, y calzaba tasseled loafers[17] de fino cuero blanco. Eran Alfred Dunhill, edición limitada, y hechos a la medida de los pies de Adriano. Un look con un cierto toque marinero, pero sin duda este  marinero sería el dueño de un yate MUY lujoso.

Sin hacer ningún gesto, fijaron sus ojos durante un largo tiempo, hasta que al fin Adriano dijo:

—Mirá Mallory, no hay nada sobre lo que debamos hablar aquí. Un deseo irrefrenable me arrastró hacia vos; sólo puede ser también la fuerza del deseo lo que te lleva a buscarme ahora. Entonces, si realmente considerás que hay algo que tengamos que decirnos es porque también hay algo que debemos hacer, desde hace ya unos días. Podemos discutirlo en Alô Alô, después de trabajar.

—Está bien, Adriano. Entonces te vendré a buscar aquí, al clip, a las siete en punto.

—OK. Te veo a esa hora, Mallory.

Él levantó su botella de Spoiled y colocó una llovizna de eau de toilette sobre la muñeca de un hombre muy viejo, que estaba acompañado de una anciana elegantísima, toda vestida de Chanel. Adriano le prestó una atención muy especial al sombrero Chanel de rafia negra y de amplia ala que llevaba la dama. Parecía la reconstrucción más lujosa en existencia del sombrero de paja del pintor Gauguin. No pudo evitar que Lucian le viniese a la memoria.

 

 

Después de su regreso de Martha’s Vineyard, Mallory comenzó a cambiar más y más. Adriano fue obligado a considerar y por fin aceptar que las dudas que albergaba con respecto a las pocas posibilidades de sobrevivencia [o ninguna] de su relación con ella, podrían acabar resultando certezas. Siempre las había tenido, pero había estado tratando de sepultarlas con gran obstinación; al parecer, de modo infructuoso. Cada noche le costaba más conciliar el sueño.

Pasaban muy poco tiempo juntos en sus hogares mutuos y Adriano había notado que Mallory lo llamaba por teléfono cada vez menos. No había film que a ella le atrajera lo suficiente como para que fueran ambos a compartirlo en un cine [un hábito de los dos desde el comienzo de la relación] y no conseguía arrastrarla a la calle para hacer nada.

Mallory estaba perdiendo el interés en salir con él: se recluía más y más en su departamento, un síntoma terrible que Adriano reconocía como un retorno del y al pasado. El pasado volvía a Mallory y Mallory regresaba al pasado.

Los silencios aumentaban más y más cada [rara] vez que se encontraban. Se habían acabado las cenas de sashimi de todos los lunes en el restaurante japonés Taka del Greenwich Village y, por supuesto, ella no se libraba de su morada, como lo habían convenido en un acuerdo mutuo al recomenzar. Mallory no mencionaba más su voluntad de ir a vivir juntos. Además, evitaba con toda obviedad cualquier plan que incluyese a ambos [parecía una reproducción —defectuosa y en sentido contrario— de la antigua estrategia de Adriano de invisibilizar a Mallory]. Y una vez más, Mallory estaba actuando “à la Mallory”. ¿Quizás había recomenzado, en vez, su romance con las bolsitas de heroína?

¿Algúna nueva infatuación, quién sabe?

Adriano se sentía como si estuviera tratando de recoger las aguas azules de su MareMediterráneo con un colador de pasta siciliana.

 

La había invitado a cenar después del trabajo. Pasaría a buscarla a las ocho por Depression Modern.

Habían transcurrido ya varios años, sin embargo Adriano todavía estaba empleado en Bloomingdale’s. No obstante, ya no era más modelo; en la actualidad era el productor y estilista visual de Giorgio Armani. Esa noche lucía un traje Armani de lana liviana gris pied-de-poule, pero tanto la camisa blanca de seda y lino como la corbata lisa de seda bordó eran de Comme Des Garçons. Sus zapatos negros venían de Milano y eran wingtip oxfordsde Prada. En el asiento trasero del coche había un sobretodo de pelo de camello de raro color plomo, también Armani; y una bufanda de colores brillantes, de una tela artesanal confeccionada en telar e importada de Nairobi, Kenia, especialmente para él. Completaba sus accesorios un sombrero gris fedora Stetson Royal Crown, de auténtico vintage 1940, que cubría su cráneo en ese momento.

El coche avanzaba centímetro a centímetro a lo largo de Broadway; era la hora pico. Lloviznaba, y esa lluvia generaba efectos ópticos en los vidrios del Alfa Romeo: los tonos multicolores de las lámparas de Broadway y de los otros automóviles —reflejados en el agua— patinaban por el parabrisas, se deslizaban de forma absurda hacia arriba cuando aceleraba, y se disolvían en regueros de estrellas fugaces y cometas cada vez que Adriano pisaba los frenos.

El tráfico estaba pesado pero él no tenía apuro; ya se había acostumbrado a desear y temer al mismo tiempo sus momentos con Mallory.

Depression Modern ya había cerrado y ella lo esperaba sobre el umbral de la entrada. Vestía un abrigo impermeable Issei Miyake de vinilo negro, que había hallado en una tienda de ropa de segunda mano, ahí, en Soho. Mallory se apoyaba en un paraguas plegado color tabaco, como si fuera un bastón —una pieza curiosa descubierta en la Rue des Blancs Manteaux del barrio de Le Marais, en París. El color perlado de la piel de sus piernas se fusionaba a la transparencia metálica de las medias La Perla, y pisaban el umbral un par de botas también tabaco —muy cortitas y con elásticos laterales, como botines à la Beatles— de Stuart Weitzman, inglesas.

La silueta de Mallory, las luces de la calle y la semipenumbra de las veredas de Soho llevaron a Adriano a conjeturar una imagen para la revista Vogue del próximo mes.

Cuando vio el coche, Mallory levantó el paraguas, lo abrió y se aproximó de prisa al cordón de la vereda. Entró a la macchina de Adriano sin decir más que un “Hola” —y el vehiculo se dirigió por el lento tráfico de la hora del rush hacia Mapamondo, un restaurante florentino situado en el punto exacto donde nace la Novena Avenida y muere la Calle Hudson. Mientras manejaba y en silencio, Adriano estudió la simbología del destino de ese corto viaje, las coincidencias de nacimientos y muertes.

. . . e il mondo gira e gira ogni giorno.

 

Durante la cena, ambos actuaron como si fuera una primera cita, pero un encuentro muy diferente de aquel que habían tenido muchos años antes, en Alô Alô.

A los postres, Mallory confesó que se sentía deprimida: el SIDA consumía a su viejo amigo Christopher, quien vivía solo en Maui. Le informó a Adriano que en noviembre ella volaría a Hawái para estar a su lado. La muerte vigilaba y aguardaba —muy, muy de cerca. Adriano se preguntó si al menos conseguiría pasar Thanksgiving con ella —el 24 de noviembre, Día de acción de gracias, otra ironía. Mallory habló de Christopher, de momentos felices del pasado, de amores perdidos, la soledad… y por último, claro, habló también de la muerte.

 

Después de cenar, recorrieron a pie la corta distancia desde Mapamondo hasta la White Horse Tavern y juntos decidieron que el dinero no era importante: tomaron repetidas dosis de Scotch Kinclaith Duncan Taylor 1969 [su precio, ¡un absurdo!]. Adriano sentía deseos de fumar un puro, pero no tenía, entonces fumó sus Gitanes.

Bebieron, y bebieron, y bebieron; rieron y bromearon con los parroquianos. Invitaron tragos que fueron retribuidos. El bar —esa institución de solitarios y el gran enemigo impotente de la soledad— los ayudó a olvidar por esa noche el pasado, el presente, el futuro y sus propias identidades públicas y privadas…   como si esos fueran Los años dorados. 

 

Cuando salieron de la taberna estaban algo más allá de la borrachera. En ese momento, Adriano ni siquiera recordaba el notable hecho histórico de que había sido en ese pub, bebiendo excesos de whisky, donde el poeta escocés Dylan Thomas concertó una cita irrecusable con La Muerte. En una noche como esa, había partido de la White Horse Tavern hacia el descanso eterno.

Se abrazaron, caminaron tomados de las manos, se detuvieron varias veces para besarse con pasión, hasta llegar al estacionamiento. Mallory le pidió que pasara la noche con ella, pero agregó: “De todos modos, ahora estamos juntos… Mañana será otro día”.

Más tarde hicieron el amor, aún con las luces apagadas. Mallory lo apretó ajustadamente, abrazándose a él con un raro afán. Con los muslos casi bajo las axilas de Adriano, le aprisionaba el torso con las piernas, mientras lo atraía hacia su propio cuerpo, presionando con los talones cruzados en la espalda del amante. Sincronizaron el ritmo sin prisa —el cuerpo de Mallory por momentos en el aire, colgada de brazos y piernas al de Adriano. Se sentían sumergidos sensualmente en la profunda carnalidad de ese intercurso tan especial, tan distinto —como otra primera vez. Trataban de adivinarse los ojos —entender las miradas en la oscuridad absoluta; prefigurando y persiguiendo el éxtasis, explorando sendas bocas con sus lenguas ávidas, bebiendo el elixir transubstanciado que, por la magia de esa noche, nacía de la mezcla de sus salivas.

Cuando Mallory sintió que el clímax se aproximaba, aceleró el movimiento de su cuerpo. Era ahora una silueta ungida de perfumes exóticos amalgamados al de su propia transpiración, una sombra animal que gemía en la penumbra del dormitorio. Entonces le rogó a Adriano que le acabara adentro.

Adriano sabía que el diafragma dormía en la mesa de luz y que existía la posibilidad de que ella estuviera en un día fértil, pero se dejó ir…

Por algunos segundos vislumbraron la eternidad. Y entonces, la Petite morte.

 

Cuando al fin despegaron sus cuerpos, permanecieron boca arriba, recuperando el aliento en la oscuridad.

Mientras Mallory disfrutaba de su primal y ambigua experiencia posorgásmica —algo exclusivo de la mujer, la repulsa y el placer simultáneos de sentir los jugos mutuos derramándose desde la pelvis, bajando entre los muslos y los glúteos e impregnando después las sábanas y el colchón que finalmente los absorvería para siempre— hicieron planes para el futuro, como si todo estuviera bien entre los dos.

Antes de dormirse eligieron un nombre para el hijo: Blake.

Ya casi dormida, Mallory comentó satisfecha que el nombre era válido tanto para un varón como para una niña —algo muy en boga, pensó Adriano. Se regocijó al oír la sonoridad del vocablo y notó además que este era el nombre del escritor e ilustrador inglés que él tanto admiraba, William Blake. Sería un homenaje.

Al despertar, el alcohol y los sueños se habían evaporado.

Mallory jamás volvió a mencionar a Blake.

 

 

Unas semanas después, sus conversaciones se tornan cada vez más irritantes y un odio sordo parece traspasar las paredes. Adriano se ha mudado al edificio de Mallory y vive ahora en el mismo piso que ella. Esto parece incrementar la carga emocional de sus humores a un nivel explosivo. En preparación para cohabitar con ella, Adriano ha logrado hallar y alquilar un departamento aún mayor que el de Mallory. Por eso —solo— apenas consigue pagar el caro alquiler. Sin embargo, ella continua ignorando los planes que habían hecho de vivir juntos. Adriano siente que su mudanza a ese edificio de Central Park West ha en cambio potencializado la irritación de Mallory. Se siente como si fuera un vecino indeseable. Ya no quedan dudas: es un invasor. Un intruso.

Una noche, Mallory lo invita a ver una edición especial de Pulp Fiction que acaba de comprar. Incluye varias escenas que no habían sido incluidas en el corte final, por lo tanto nunca han sido exhibidas en público.

Después de una escena en particular de las varias que fueron excluidas del film,  Mallory y Adriano se trenzan en una discusión encarnizada a propósito de la interacción entre dos de los varios personajes protagónicos:

Mía Wallace va a encontrarse por primera vez con Vincent Vega. En esa escena que fue eliminada de la versión comercial, Uma Turman, que tiene el papel de Mía Wallace, baja las escaleras de su mansión hacia el living room, donde John Travolta, quien representa al small gangster Vincent Vega, la aguarda para llevarla a cenar afuera. Mía llega empuñando una cámara portátil y de improviso somete a Vincent a una entrevista. Para Mía existen tan sólo dos tipos de personas: Gente Elvis [envidiable] y Gente Beatles [despreciable]. Le dice a Vincent que le hará algunas preguntas y a partir de sus respuestas determinará si él es un Hombre Elviso un Hombre Beatles.

El humor absurdo de la secuencia reside en el hecho obvio [basta una mirada para percibirlo] de que Vincent es la encarnación magistral de un Hombre Elvis: Ha ido a buscar a Mía no sin antes haberse inyectado una dosis de heroína. Viste el saco de un tuxedo negro con una sobresolapa decorativa forrada en cuero —un detalle kitsch, sobre una camisa blanca formal cuyo cuello está cerrado por un corbatín de abotonadura de plata donde se destaca una prominente  gema de ónix negro. Vincent accesoriza el atuendo con una enorme argolla de plata que cuelga [curiosamente] de la oreja derecha. Sus piernas están enfundadas en un par jeans ajustados negros y calza zapatos de puntas tan agudas como las de las botas texanas. Un corte de cabello muy desprolijo y salvaje que le llega a los hombros, ha sido restringido por el momento en una cola de caballo, de la que escapan algunas mechas super cool. Por último, su barriguita incipiente es el testigo adiposo de sus indulgencias hedonistas. Un Hombre Elvis.

Para enfatizar la caracterización satírica, cuando Mía lo enfoca con la filmadora, Vincent, apenas consigue disimular su estupor frente a la mirada de la lente. De forma intencional, Travolta sobractúa toda la escena, como si fuese un actor desastroso a quien la cámara lo apabullara.

En el desequilibrio de fuerzas entre las historias personales respectivas de Mallory y Adriano, el plato Elvis de la balanza pesa más del lado de Mallory, cree entender ella: promiscuidad sexual, uso de drogas pesadas, comercialización de su cuerpo, como profesional de la moda y también del sexo. Ella sería siempre galardonada o encausada, dependiendo del jurado, como Mujer Elvis. Pero Adriano inmediatamente le recuerda que sus circunstancias actuales —su estilo de vida natural, sus decisiones recientes con respecto a su vestimenta, apariencia y comportamiento; el incienso y su departamento de Central Park —“un altar al Dalai Lama”—, sumado el aspecto hippie de su terapeuta [¡un psicoanalista de comediantes!], la han desplazado al platillo donde se ubican las Masas Beatles. Mallory es una Mujer Beatles.

—Pero, ¿de qué estás hablando, Adriano?, ¡cortala ahora mismo… vos hasta ESCUCHÁS a los Beatles!

—¡Oh… Yeah, yeah, yeah! —responde Adriano no sin sarcasmo— Gran argumento… Entonces dejame decirte algo, para citar a un Hombre Beatles: en su “Apología”, Sócrates declaró que ante un jurado de niños el pastelero de la dulcería de la esquina sería el paladín de la salud; y el médico del pueblo sería ejecutado.

—¿Ahhh sí, Adriano? … ¡Sos tan sabio! ¡Sabés taaaanto de mí!

Adriano hiperboliza su autodescripción:

—¡YO soy un Hombre Elvis! Alcohólico, fumador en serie, ansioso, obsesivo-posesivo, agresivo. Celoso, a veces mersa; glotón: de hecho, el Rey del colesterol. Un suicida… ¿Querés otro cliché más sobre excesos querés? ¡SOY UN HOMBRE ELVIS!, ¿OK? ¡Qué importa la música que prefiera! ¡Si quiero escucho a los Beatles, o a Chet Baker, los Rolling Stones; a Stravinsky, Bach o los Sex Pistols! ¡Lo que se te ocurra! ¡Eso no cambia nada! ¡Y vos, por tu parte: ¡segui nomás con la cítara y el incienso! ¡Soy un Hombre Elvis, y la mayor prueba de eso es que la mujer que tengo es una excéntrica del Soho, reciclada à la posmoderna!

Ninguno de los dos percibe a qué nivel de decibeles se ha elevado el volumen de sus voces, mientras se despedazan por tamaña nimiedad en medio de la noche neoyorkina.

La noche Beatles/Elvis se cierra cuando Adriano, furioso, exclama que entre los dos está todo terminado y se marcha del departamento de Mallory dando un portazo. . .  para dirigirse al suyo, a pocas puertas de distancia.

 

Primera cita:

Alô Alô desapareció a mediados de la década del noventa. Era un bar “transparente” del productor cinematográfico italiano Dino de Laurentiis y del empresario brasileño Ricardo Amaral: un cubo de vidrio plantado en la esquina de la Calle 61 y la Tercera Avenida, a una cuadra hacia el norte de Bloomingdale’s. En esa pecera de lujo dejaban su dinero los especímenes raros que en el lugar se exhibían. Mientras se emborrachaban con caipirinhas y dry martinis carísimos, los modelos de Bloomingdale’s y el sofisticado sector excéntrico-elegante de la sociedad del Upper East Side, allí se observaban y respetaban mutuamente.

Después de que Mallory al final del día de trabajo pasó a buscar a Adriano por el Center Clip de La Parfumerie de Bloomingdale’s, “el trago” que compartieron en Alô Alô en su primer encuentro en realidad fue una hilera interminable de caipirinhas. Cuando hubieron bebido más de lo suficiente, tomaron un taxi en dirección al estudio de Adriano, sobre la Broadway del Upper West Side.

Apenas entraron, Adriano levantó en brazos a Mallory. Sus bocas se unieron mientras Adriano la depositaba en la cama con la delicadeza de quien manipula la reliquia de una civilización desaparecida, o el ícono sagrado de alguna religión cuyo Dios fuera único, universal e irremplazable. Levantó y retiró su microvestido de estampado geométrico en colores brillantes Emilio Pucci, desabrochó las medias blancas del portaligas y finalmente el le quitó el diminuto slip de seda.

Acarició su cuerpo desnudo, lo recorrió con su boca, y bebió a continuación su liquidez, hasta entender cómo era una borrachera sublime. Pasado algún tiempo, instó a Mallory a ponerse boca abajo y oralmente exploró también los secretos que escondían sus perlados glúteos. Por último —ya cara a cara; mutuos pares de ojos, fijos en un reconocimiento sorprendido y expectante— los modelos se unieron en intercurso.

La habitación se tornó incandescente, y algo más tarde, por primera vez Adriano sostuvo entre sus brazos a una Mallory que desfallecía en las profundidades de sus intensos orgasmos.

Cuando despertaron Adriano intuía que el tiempo de Mallory con Lucian acabaría allí mismo. Habría, sin embargo, una inevitable complicación, que Adriano no podría anticipar en ese momento. Ese no era el modo como Mallory se relacionaba con sus hombres. Dogma: En la Vida de Mallory los Hombres Siempre Se Superponen

Por la mañana bebieron sólo un café, pero hicieron panqueques mientras fumaban y charlaban inventando excusas para faltar a Bloomingdale’s. Mallory —tal vez aún inconsciente de la imminente ruina de su fortaleza helada, de la puerta de hierro a punto de caer— se transformó en la protagonista de esa conversación.

Habló, y habló, y habló; antes, durante, y después de los panqueques. Lo hizo casi sin interrupción por el resto del día.

Habló de su infancia en el viejo barrio judío del Lower East Side de Manhattan; de su madre amenazadora, de su hermano frío y distante —el empresario poderoso— y de su odiosa hermana Sarah. Le contó de la noche fatídica cuando el novio de Sarah violó a Mallory mientras la herman fingía estar dormida en la cama contigua.

Le contó del larguísimo tiempo como camarera de hotel en Londres —durante la primera etapa de su período europeo. Recordó entonces su experiencia como actriz de películas pornográficas. Adriano oyó con estupor el relato detallado de las elaboradas coreografías que Mallory y Burton, su amante del momento, creaban y después representaban en los teatros de sexo al vivo del Red Light District[18] de Ámsterdam. Le confesó que había comenzado a sentir una creciente excitación cada vez que alcanzaba un orgasmo auténtico y completo en el escenario, frente al público, “el papel dramático más sublime que he actuado en toda mi carrera de actriz”, observó. Fue allí, le dijo, donde entró en contacto con esa violencia desmayadora de sus climaxes sexuales, como el que habían vivido juntos no muchas horas antes. Fue a partir de escenas vividas en esos escenarios, ante full houses[19] de audiencias en trance, que su cuerpo se fue desconectando del previo estado de dualismo con su espíritu: fue “acabando en público” —en vivo— que Mallory alcanzó lo trascendental. Su cuerpo se fusionó a su alma; fueron uno y el mismo. Su cuerpo pasó a ser también su alma.

Por la tarde, mientras bebían whisky Glenfiddich on the rocks en pesados tumblers de cristal, Mallory le relató a Adriano los detalles de sus viajes internacionales, saltando de casino en casino como “conejita de la suerte” de un fullero profesional, Auguste Soldàn, que tenía martingalas muy efectivas y ganaba océanos de dinero —miles y miles de dólares y euros llegaban y se iban de las manos de este hombre en pocos días.

Vivian con una intensidad apocalíptica, comentó Mallory.

Describió el movimiento y la gente rarísima que poblaba las mesas de black-Jack, póker, baccarat y ruleta a las que se sentaban juntos en el Casino de Montecarlo, durante las noches de Mónaco —y la borrachera celebratoria homérica de Perrier Jouët Belle Époque,que se agarraron una noche particularmente afortunada; cómo durmieron el hangover subsecuente en la suite presidencial del Hôtel Hermitage, un verdadero palacio, contiguo al casino; cómo dejaron abandonado —de forma decadente y bloqueando la entrada de ese hotel en la Plaza Beaumarchais— el Bentley Continental coupe convertible color negro [pero el edición limitada, de guardabarros plateados], que Mallory había elegido en una agencia de alquileres de automóviles de altísima gama del Boulevard Albert 1er. al llegar a la ciudad.

Y habló entonces de la muerte de su padre, “su único amor”, cuando ella estaba muy lejos, y de su regreso a New York… demasiado tarde.

Siguió hablando, y hablando, y hablando. Le contó de su amistad con Madonna. Juntas servían las mesas del famoso night-club Nell’s, en el número 246 de la Calle 14 Oeste, cuando Madonna todavía “no era nadie”, y ambas eran las únicas garçonettes del lugar. Cómo habían hallado un espacio providencial en el East Village donde fueron roommatesjunto a otras chicas. “El tipo que era dueño del loft albergaba solamente a mujeres hermosas y tarde o temprano acababa cogiéndoselas a todas, una por una; quiero decir: realmente ¡A TODAS! A la única que no se cogió fue a Madonna. A Madonna no se la pudo coger jamás. Madonna sólo se cogía a quien ella elegía. Ya en esa época Madonna sabía perfectamente lo que quería, y no estaba dispuesta a detenerse hasta conseguirlo, a lograrlo. Y ya ves…”.

Según Mallory, por aquellos días la única posesión de Madonna era una bolsa de dormir. Se incendió una noche cuando —después de charlar con Madonna horas y horas— se durmieron lado a lado abrazadas, Mallory con el último Benson & Hedges de la noche todavía encendido en la mano. Adriano y Mallory rieron bastante ante la idea de Madonna muriendo todavía desconocida, quemada viva por Mallory.

Mallory le confidenció también que Madonna en esa época a menudo le pedía dinero prestado y siempre hacía cuestión de devolvérselo, y Mallory nunca se lo aceptaba. Era una constante: Madona nunca tenía dinero y estaban siempre juntas. Eran tan inseparables que en los antros exclusivos del Greenwich Village que frecuentaban, las llamaban “Las M&Ms”, como los caramelitos cubiertos de chocolate.

Después, la vida y las famas desiguales en espacios disímiles las separaron…

Hasta ese momento Adriano no había imaginado ni intuido esa vida que el aluvión de palabras de Mallory trajo a la superficie durante esas horas. Dentro de Bloomingdale’s ese altar art-déco de la moda donde Adriano había visto y elegido a esa mujer insospechable que ahora se desnudaba ante él sin restricciones, no existían parámetros que permitiesen una posible elaboración especulativa del pasado oculto de la inefable modelo. En realidad, su primer diálogo había sucedido la noche anterior, en Alô Alô. Adriano jamás podría haber supuesto que existiese algún stock de experiencias personales archivado en una helada fortaleza de piedra cerrada a trancas y llaves, porque desconocía la existencia de cualquier fortaleza. Toda percepción previa e incipiente de Mallory que Adriano pudiese haber estado consolidando en su mente, ahora había sido sepultada bajo el torrente que constituía esa confesión.

Así pasó el día.

En algún momento de la noche, Mallory extrajo un pequeño frasco de su cartera y cortóalgunas líneas de cocaína para los dos. Adriano se admiró al verla manejar con tamaña destreza y velocidad la lámina de afeitar —un precioso dije removible de oro y brillantes que colgaba de un grueso brazalete de oro macizo Chanel tipo cadena, que Mallory llevaba ese día en la muñeca.

Mallory diseñó líneas rectísimas, de un polvo tan albo como las azúcares más puras y refinadas. Con la hoja de oro las iba cortando a la perfección sobre un pequeño espejo circular que había descolgado del baño de Adriano y ahora tenía en su falda. Las carrerasde cocaína parecían trazadas con una mini-escuadra arquitectónica, pero Mallory las construía a ojímetro y en alta velocidad.

Mientras cortaba, Mallory le contó con pena de las pobres chicas que trabajaban en el puesto más bajo de la industria pornográfica: las “flautistas”. Explicó que, para provocarles las erecciones indispensables del oficio, esas groupies[20] casi honorarias tenían que hacerles blow Jobs[21] a los actores antes de cualquier performance, sea para un film o un show al vivo [en ese entonces el Viagra aún no había sido inventado].

“¿Habría sido flautista alguna vez Mallory? ¿Cuál es la función inicial de una aspirante a actriz porno, una groupie más? ¿Con cuántos hombres había tenido que coger sus necesidades Mallory?; ella no era Madonna”, receló Adriano en silencio.

Entonces Mallory le pasó el espejo. Sobre su luna relucían seis carreras blancas y brillantes.

 

Adriano despertó con una resaca horrible, sintiendo que su cabeza iba a estallar, pero en estado de lucidez total con respecto al absurdo que habían protagonizado la noche anterior en la disputa sobre si ellos eran gente Elvis o gente Beatles.

No estaba “todo acabado”; no podía estar “todo acabado” entre los dos, de ninguna manera. No de esa forma. ¿Por la disputa Elvis/ Beatles? ¡Qué insensatez!

¿De qué estaban hablando en realidad, después de todo? ¿Podría ser eso que Allen una vez en el consultorio llamó “Metalenguaje” —Usaba esa denominación a falta de un término más preciso del psicoanálisis, había dicho el analista, por lo tanto tomándolo prestado de la lingüística para calificar eso que Mallory y Adriano se decían en situaciones como aquella de la noche anterior. Era bien posible. Es decir, era al menos bastante probable que durante “el combate Elvis/ Beatles” hubieran estado hablando de algo mucho más profundo, pero cuyos términos estaban celosamente guardados en el subconsciente. Afloraban trastocados, decontextualizados y en lenguaje encriptado a la manera del de los sueños, como teorizaba Freud. Ninguno de los dos había estado “hablando de lo que estaban hablando”.  A pesar del hangover y la angustia, al formularlo en esos términos Adriano pasó a admirar aún más Raymond Carver.[22]

Fue hasta el teléfono y llamó a Mallory. Quien atendió en la contestadora telefónica fue el jazz de Charlie Parker, soplando en su saxofón Loverman [“El amante”], como banda de sonido para darle apoyo a la voz metálica de Mallory que emitía el auricular. “Si fuese la voz de Mallory en persona”, se dijo Adriano, “esta palabra no sería ‘metálica’, sino ‘melódica’ ”. “Metálica Melódica Mallory”, musitó Adriano entre dientes, como si construyera una familia de palabras para evocar a esa amante cuya presencia en su vida parecía a punto de desintegrarse.

En la grabación telefónica, Mallory se decía “imposibilitada de atender”, usando la fórmula estándar norteamericana “… I can’t come to the phone right now…»[23]

Adriano dejó un corto mensaje apologético-disculposo y le pidió que le retornara la llamada, por favor. Hizo otra llamada más: Informó a la gente de Bloomingdale’s que estaba enfermo y no iría a trabajar. Dedicaría este día a tratar de armar el rompecabezas. Es decir: haría el esfuerzo necesario para recoger los pedazos del destrozo y recomponerlo, recuperar a Mallory.

Se dio cuenta de que no tenía la menor idea de dónde ella podría estar. Comenzó su investigación llamando a los varios lugares donde Mallory trabajaba ahora: a la central de embarcaciones chárter que anclaban en el muelle del World Financial Center —parte del conglomerado edilicio centrado en las torres gemelas del World Trade Center, donde la corporación de navegación turística tenía sus headquarters.[24] Discó después el número del conmutador general de la Bolsa de Comercio de New York, en Wall Street, para que le transfirieran la llamada al refectorio  —a veces Mallory vendía sus servicios de free-lancer para las empresas de catering que servían el desayuno o el almuerzo a los Stock-Market agents. No olvidó llamar también a Depression Modern. Lacónico, Ronald le informó que ella no estaba allá “hoy”: “She’s not here today, dear”.

No podía llamar a Allen; lo había hecho ya muchos años antes y había terminado caminando solo sobre la nieve de Central Park, con dos pasajes a Tahiti en el bolsillo, uno ahora inservible. Además, sería “interferencia”: Allen era el psicoanalista de su amante, no el suyo.

Entre esas llamadas, discaba de vez en cuando el número de Mallory, pero en lugar de ella continuaba atendiéndolo Charlie Parker y la voz metálica despojada de alma que couldn’t come to the phone right now.

A las 13:40 por fin atendió Mallory.

—¿Hello?

—¿Mallory? Soy yo. ¡Lamento tanto lo que ocurrió anoche entre nosotros! … Es decir, no sé qué me pasó…  … pero no está todo acabado, ¿entendes? No está todo acabado. Te amo; te amo, Mallory.

No sin dolor ni ansiedad, al pronunciar esas palabras Adriano descubrió que casi nunca le había dicho a Mallory que la amaba —y percibió también que no había ninguna respuesta del otro lado de la línea.

—¿Hola, Mallory? ¿Me estás escuchando? Te amo, lo nuestro no ha terminado. ¡Lo siento tanto! ¿Dónde estabas? Te he llamado a todos lados.

—¿Que dónde estaba?, ¿Que dónde estaba? ¡Me preguntás dónde estaba! ¿Dónde querías que estuviera? ¡Estaba con Allen, por supuesto! ¿Dónde más?, ¿Ouuu Keyyy?! ¡Pasé toda la mañana con Allen!

—¡Oh, mi querida; lo lamento tanto! ¡Perdoname! ¿Estás sufriendo? ¿Te lastimé? Dejame ir ahí y lo hablamos, ¿OK? Estaré ahí en unos segundos.

—¡No. No! ¡La que lo lamenta soy yo, Adriano! Puede ser que sin querer me hayas colocado en un lugar en el que debí haber estado desde hace mucho tiempo. Me rechazaste; me dijiste cosas que me llevaron a otro sitio —este en el que ahora estoy. No podés venir. No podés venir más. Nunca más. Este es el momento más enfermo de una relación MUY enfermiza y no debo estar jamás otra vez en un lugar así —dentro de una relación como esta. Entendelo.

—¡No, no, por favor, Mallory! Dejame ir hasta ahí y lo hablamos! ¡Estoy seguro de que podemos arreglarlo! ¡Iré sólo por un segundo!, ¿OK?

—No. No puedo verte. No puedo estar con vos, Adriano. Ya te lo dije: no es bueno para mí… Nunca fue bueno para ninguno de nosotros…. ¿No lo sabés vos también, por acaso?

—¡Pero de qué estás hablando, Mallory? ¡Esto me suena a psicoterapia! ¿Qué pasó en lo de Allen? ¡Quiero que vivamos juntos! ¡Te amo tanto! ¿Me oís? ¡Quiero tener un hijo con vos, Mallory! Te amo, Mallory…  Escuchame; estoy dispuesto a hacer lo que sea para salvar lo nuestro… lo que quieras… por favor, hablamos donde vos digas… … … ¡En lo de Allen, si te parece!

Siguió un largo silencio del lado de Mallory, y durante ese lapso Adriano proyectó en su mente un film imaginario donde los protagonistas eran Mallory y Adriano —y el argumento, su vida juntos. Era verdad; esa vida de pareja nunca había sido buena para ninguno de los dos. Rápido rápido rapidísimo Adriano desconectó el proyector mental y olvidó la película imaginaria que reproducía la vida de ambos desde el comienzo de la relación. Negó y olvidó las imágenes que acababa de pasarse a sí mismo. En lugar de eso, se abocó a escuchar su propia respiración agitada y los latidos de su propio corazón estrepitoso y acelerado. Estaba seguro de que Mallory los podía oír del otro lado de la línea.

Cuando Adriano estaba seguro de que la tierra había dejado de rotar [“… ma, il mondo, gira o non gira?”], finalmente Mallory dejó oír su voz:

—OK. Entonces combinaré una cita con mi analista y te aviso. Nos vemos en lo de Allen.

Y colgó.

 

El lunes 18 de noviembre de 1996 Adriano tocó el timbre del consultorio de Allen por última vez. Mallory ya estaba sentada en su lugar habitual y Allen lo invitó a sentarse en —ahora Adriano ya lo sabía— el sillón de los visitantes. Hubo un silencio no muy breve y Allen asintió con la cabeza para nadie en particular.

Adriano comenzó a hablar:

—Desde el momento en que recibí el mensaje de Mallory diciendo que debía venir aquí hoy, he pasado por varios estados de ánimo y varios humores. Inclusive he cambiado de idea un par de veces con respecto al sentido y objetivo de mi presencia en este lugar. Al principio pensé que, porque le dije a Mallory las cosas que le dije —todo eso que me imagino que ya debés saber por tus conversaciones con Mallory, Allen—, yo debía llegar ahora a este consultorio como mi abogado defensor. Me pareció que debía venir y explicarles a Mallory y a vos por qué me comporté de la manera como lo hice, justificarme. Esa sería mi defensa. Lo más importante sería dejar bien claro por qué alcancé el extremo de sentenciar que lo nuestro estaba terminado. Pensé que debía hablar del in crescendo de mi estado emocional durante todo este tiempo reciente de mi reencuentro con Mallory, con respecto a todo lo que nos había sucedido y habíamos vivido juntos antes, que —con el lapsus intermedio de separación que hubo— podemos llamarlo “el pasado de nuestra historia.

— O sea, debía empezar por recordarles a ustedes dos aquella primera época nuestra, cuando vos Mallory [se vuelve hacia Mallory] todavía vivías con Lucian pero venías a mi departamento exclusivamente para acostarte conmigo. Me pareció que debía empezar por ahí; hablar de cómo y como te ibas después de satisfecha … Es decir, hablar del modo, la forma como te ibas; y del hecho concreto y repetido de irte después de cada… de cada… satisfacción orgásmica. Así funcionaba. Esa fue nuestra primera relación. ¿No es verdad? Vos Mallory, yo y Lucian. Pero sabés bien que esos encuentros eran una paradoja —porque vos venías a buscar satisfacción sexual y tal vez hasta creyeses obtenerla—, pero cada separación posterior a cada orgasmo nos generaba un sentimiento amargo de insatisfacción. Eso también lo sabés muy bien. Aunque no hablamos jamás hasta el fin de esa etapa, y aún así, de forma muy, muy… muy… ehhh…. codificada…  —no sé bien cómo decir esto de otra manera—, pero ambos lo sentíamos y lo sabíamos. Sin embargo, Mallory, de todos modos te ibas, continuabas yéndote. Lucian te esperaba en tu casa y vos te ibas.

— Debía enfrentarte hoy con esta verdad, aquí, frente a Allen, Mallory; aquí como lo hago ahora. Y decirte además, Mallory, si pensaste por acaso en las tantas veces en que me rechazaste, las muchas oportunidades en que negaste en público lo que vivíamos en privado. “Hola Tyler; este es Adriano, un amigo”. ¡Así me presentaste a Tyler, cuando hacía menos de media hora que habíamos acabado de coger, Mallory! ¡Ah!, y de las varias ocasiones en que terminaste conmigo, terminaste nuestra relación con la firmeza de lo definitivo, antes de que yo —tan equivocado, tan mal— lo hiciera la otra noche. Me decías que el fin era “para siempre”, —como lo colocaste hace pocas noches por teléfono, cuando te llamé para disculparme por la pelea de Elvis y Beatles. Por suerte es gracias a que pasó eso que estamos aquí ahora, ¿no?

—Pero continúo; pensé que como mi propio abogado defensor debía justificar mi rabia, mi frustración y mi vergüenza pasadas, toda esa humillación y dolor —algo sobre lo que ambos implícitamente colocamos un velo de pudor, cosa de nunca hablarlo, te habrás dado cuenta— … Quiero decir, la humillación y el dolor de entrar a tu departamento, Mallory, y encontrar sobre el sofá la guitarra y la maleta de Martial. Entonces me preguntaría —te preguntaría a vos, Mallory, de modo retórico ya que no espero ninguna respuesta ahora—; les preguntaría a ustedes dos, Allen [Adriano gira un poquito en su sillón, cosa de incluir a Allen como audiencia]: ¿Cómo es que yo no iba a perder el control algún día? ¿Cómo no iba en algún momento dejar aflorar toda la rabia reprimida de la forma agresiva en que lo hice? Fue la explosión de… de… de… de mi ‘grito contenido’ —como lo llama la canción de Chico Buarque;[25] ese grito que tenía atragantado hacía tanto tanto tiempo. Era inevitable, creo yo. Tendría que recordarles a ustedes dos que, en nuestra segunda etapa, llamémosle, tuve que ser testigo involuntario de la forma “natural” con la que otro hombre se instaló en tu departamento, Mallory, mientras que vos, Mallory, a mí hasta me habías prohibido llamar a tu puerta, a no ser que antes te anunciase por teléfono mi intención de ir a verte, Mallory, Mallory, Mallory.

—Pero entonces continué… reflexionando, ¿no? Y reflexionando cambié mi visión de la situación en la que nos encontramos. En busca de ser sincero conmigo mismo llegué a la conclusión de que la actitud real, la actitud honesta no era venir a defenderme, ya que yo fui el que dio el portazo y anunció el final. Entonces vi que esa responsabilidad demanda que yo reconozca eso. No me queda otra alternativa que asumir la responsabilidad de todo lo que pasó. Al final, voy a repetirlo una vez más, la explosión de furia fue mía. Puedo justificarla con todas las experiencias anteriores nuestras que enumeré, pero fui yo el que le dio un “basta” a nuestra relación, y lo que deseo para los dos es exactamente lo opuesto de eso. No quiero que terminemos. Lo que debo hacer, entonces es lo que estoy haciendo: una confesión completa, expresar un mea culpa, y pedirles a ambos que me perdonen. No tiene ningún otro objetivo… esta sesión. Como parte de este esfuerzo para salvar lo nuestro, cumplo entonces, de verdad!, mi obligación de declararme culpable por esta crisis. Fue un acto de insensibilidad total, de falta de empatía. Tengo que hacerme cargo de todo eso. Cualquier cosa que haya sucedido y sucedió la otra noche fue por mi culpa, y asumo toda la responsabilidad por eso.

—Creo que estás empezando a repetirte, Adriano—, dice Allen con suavidad.

—Tengo que reconocer, Mallory [sigue hablando Adriano sin oírlo], que el haberte dicho que todo estaba terminado entre nosotros fue una forma de traición. Había ese voto de amor que hicimos aquí mismo, un compromiso amoroso con Allen de testigo. Lo hicimos en nombre de nuestro amor, de nuestra salud mental y de nuestra felicidad futura. En la esperanza de una vida mejor, de los dos unidos bien ¿entendés? Yo debería haber respetado todo eso. Yo no debí actuar de esa manera con vos, Mallory, bajo ninguna circunstancia. Perdón.

—Pero quiero concluir, Allen [ahora Adriano se dirige exclusivamente al psicoanalista], resumiendo todo: Llegué aquí con la conciencia absoluta de que debía venir a este lugar para asumir toda responsabilidad y pedir perdón. Los defraudé al defraudar nuestros votos, Mallory [ahora hacia Mallory]. Lo siento de verdad, Mallory. Allen [hacia Allen otra vez], hice algo terrible. Nunca debí haber actuado de esa forma. Fue la explosión de un violento; y yo no soy así, Mallory [incluyéndola]. Vos lo sabés. De ahora en adelante seré mucho más reflexivo, te lo prometo, se los prometo. Renuevo mis votos, de verdad. Mallory [con el cuerpo inclinado hacia adelante, al borde del sillón, casi arrodillándose], te prometo amarte, respetarte y honrarte y a los hijos que podamos tener en el futuro … … …

—Pero tengo que agregar algo muy importante, Allen [nuevamente concentrado en el terapeuta]. Hace algunas horas, mientras me preparaba para salir, para venir para venir hacia acá, de pronto me invadió una especie de claridad, como dicen en las reuniones de Alcohólicos anónimos. Tuve una … … … epifanía. Entendí por fin que la única justificación, la única verdad es que esto no lo podemos hacer solos, Mallory y yo. El objeto de mi presencia aquí tiene que ser además de un acto de contrición, uno de humildad. Porque te necesitamos, Allen. Este momento y esta situación nos han involucrado a los tres. Tenemos que resolverlo los tres juntos o no hay solución. Salvarlo los tres juntos. Porque esta es mi última oportunidad de corregir el error, la realidad del acto hiriente y beligerante que protagonicé la otra noche. Tengo que aceptar y poner toda mi voluntad y sensibilidad para obedecer esas promesas hechas aquí que nos unieron otra vez. Pero preciso de ayuda, Allen. Me inspira tu enorme seriedad y humildad cuando me citaste a nuestra sesión anterior para pedirme que volviéramos a intentarlo, Mallory [hacia ella, con respeto y amor]… Quiero que recibamos ayuda y tengamos un guía, un guía Allen [otra vez concentrado en el psicoterapeuta], para evitar caer de nuevo en nuestros comportamientos destructivos. Sé que estamos otra vez muy mal, que nuestra relación se cae a pedazos, pero también sé que te amo Mallory [hacia ella, en lágrimas] y te amo con locura; y ella ha dicho [ahora le habla a Allen] aquí que también me ama a mí. Nunca te dije claramente cuánto te amo, Mallory [sus ojos en los de la ex-modelo]. Me di cuenta hace pocos días, al decírselo por teléfono a tu contestadora telefónica.  La última vez que estuvimos aquí, Mallory, me pediste que viniera para decirme que me amabas. Entonces, perdón y gracias, amor. Allen [con la mayor solemnidad], quiero que nos asistas, nos aconsejes y nos guíes para que podamos de una vez por todas vivir ese amor, hacer lo que hemos estado tratando de hacer por tantos años sin conseguirlo. Quiero vivir con Mallory y ser el padre de sus hijos. Por favor Allen, ayudanos a seguir juntos. Por favor.

Adriano tomó un pañuelo de papel de la caja que había en la mesita central y se secó las lágrimas. Había dicho lo que tenía que decir. Las lágrimas de Mallory también corrían por sus mejillas, le caían en el  pecho formando lagunas empapadas en su blusa de algodón gris.

Allen permaneció serio e inmóvil. Sus manos, también inmóviles, formaban cálices invertidos que calzaban perfectamente en sus rodillas. Y allí permanecían, petrificadas. Allen esta vez no se hamacaba ni se balanceaba en el sillón. Se quitó los anteojos Lennon y los limpió cuidadosamente con un pañuelo. Volvió a ponérselos, y los empujó hasta el entrecejo con el dedo índice. Carraspeó, acarició su larga barba con las manos, como si tratase de obligarla a descansar en el esternón. Dibujó el esbozo de un gesto imperceptible, como para volverse hacia Adriano, pero en realidad no se movió.

—Mirá Adriano, hasta ahora jamás te ha sido posible ver a Mallory. Notar cómo se ha ido deteriorando a lo largo de los últimos meses. No solamente sos incapaz de verla sino que tampoco parecés entender que en este momento Mallory no puede continuar en esta relación; su condición le impide estar en cualquier relación… en ninguna en absoluto.

—¡Un momento! Allen, ¿por qué decís que Mallory está deteriorada? ¡Yo no la veo tan mal! Es verdad que tenemos problemas. Ambos tenemos problemas serios, Allen, pero no creo que esa sea una razón suficiente para que terminemos. El hecho de que hayamos discutido… es decir, el hecho de que discutamos a menudo… el hecho de que nos hayamos peleado… de que peleemos frecuentemente, no es razón suficiente para decir que lo nuestro no puede ser… que no tiene esperanza! Estoy aquí para decirte que… demostrarte que… estoy listo y deseoso de reparar esta relación, con toda mi voluntad y esfuerzo… y con tu asistencia. Quiero que nos aceptes como tus… pacientes… hacer con vos terapia de pareja o como se llame eso que tenemos que hacer. Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario y te estoy pidiendo ayuda. ¡Allen, por favor, ayudanos!

Allen, tan serio e inmóvil como antes, se demoró en su silencio. Observó la pared por varios segundos, como si ese muro encerrara algún jeroglífico críptico cuyo significado solamente los psicoanalistas podían descifrar. Mientras tanto, Adriano dirigía una y otra vez su mirada hacia Allen [que continuaba asimilando el mensaje de la pared oracular] y entonces hacia Mallory [que parecía haber descubierto una fascinación irresistible por el dorso de sus manos]. Allen repitió el gesto que sugería un movimiento pero no acababa por concretarse, esta vez en dirección a Mallory.

Alternando sollozos y palabras, ella dijo:

—Vos no entendés, Adriano… no sabés cómo es ser yo. Cómo es trabajar, y trabajar y trabajar, para regresar a casa y mirar el vacío… y sentir que me estoy muriendo… minuto a minuto, a cada segundo… Tal vez tenías razón cuando hace varios años dijiste… ¿Te acordás?… ¿La primera vez?…Cuando dijiste en el mostrador de La Parfumerie… que yo no existía… Es verdad, Adriano, yo no existo. Adriano… No existo y no puedo estar con vos… porque aquí no hay nadie que pueda estar con vos… Adriano. No podés verme como soy ni entender como siento… porque aquí no hay nada… aquí no hay nadie para ver. Allen tiene razón, no me ves, Eso es verdad, pero no me ves porque es imposible que me veas, que nadie me vea. ¡Oh, Dios! ¡No lo soporto más! ¡Es algo que no aguanto más!

Adriano visualizó por un nanosegundo una lágrima cayendo en el aire, pero borró rápidamente esa imagen mental.

—¡Esperá un minuto! ¡Esperá un minuto!—, la interrumpió, al mismo tiempo irritado y agónico. —¿De dónde salió todo esto?. ¡Hemos estado juntos a lo largo de todos estos meses; hemos hablado de todo y jamás salió de tu boca… nunca dijiste algo así, ni siquiera una vez! … ¿Por qué hablás así?… Decime, Allen… [hacia el profesional de la mente] ¿Te parece que lo que dice tiene sentido?… ¡No, no, esperá, esperá! ¡No quise decir eso…quiero decir… quiero decir… quise decir… no quise decir que lo que ella dice no tiene sentido; lo que quise decir es que Mallory no es un caso perdido. ¡No somos un caso perdido! ¡Sólo precisamos de ayuda, ayuda profesional, Allen! ¡Oíme, Mallory [con total desesperación], podemos resolverlo! ¡Podemos lograrlo, creeme! Sólo tenemos que continuar adelante —ahora conscientes de que esto que sucedió entre nosotros la otra noche no puede volver a suceder, y va a estar todo bien. Nos queremos y aprendimos la lección, ¿no es verdad? Trabajaremos con Allen. ¡Aún podemos tener a Blake!—, le imploró Adriano.

Entonces dirigió sus ojos a Allen, una vez más:

—Escuchá, Allen, ¿cómo decís ahora que no podemos estar juntos? Me aseguraste que si yo le diera una oportunidad a Mallory las cosas entre nosotros funcionarían… que teníamos que…

Esta vez Allen respondió de inmediato, interrumpiendo la tirada de Adriano con su voz calma de psicoanalista. Casi inaudible:

—Lo siento. Cometí un error. Mallory no puede continuar en esta relación amorosa.

—¿Cómo?, ¿decís que lo sentís?, ¿que lo sentís?, ¿que cometiste un error?, ¿que lo sentís porque cometiste un error? Entonces… ¿Qué querés que haga yo ahora? ¿Que me vaya del consultorio de nuevo, como cuando Mallory estaba con Martial…, que salga de aquí como aquella vez, para ir a  arrastrarme por la nieve de Central Park… solo… nuevamente?

—Hace unos pocos meses me citaste…, ustedes dos me citaron, Mallory [dirigiéndose a ambos, ahora] para que oyera tu propuesta aquí, en este mismo lugar, Mallory. Y vos, Allen, la avalaste con tu presencia y tus palabras. Aún recuerdo la satisfacción…; se notaba… el orgullo que sentías por la excelente salud psíquica de Mallory…, lo bien que estaba, y ahora… ante el primer problema serio que nos hace volver a tu consultorio, ¿vos querés cerrar la puerta? ¡De ninguna manera! ¿O acaso ahora me vas a tener que decir que yo estaba acertado? ¿Es eso lo que me estás diciendo?, porque… ¿no te acordás de lo que te dije en aquella oportunidad? [Hacia Allen, con furia] Te lo digo otra vez; te dije que era imposible conocer a nadie. ¡Y ahora me venís a decir que cometiste un error! Allen, ¿no ves?; si decís que cometiste un error en aquella sesión, cuando estabas tan seguro de que era posible conocer a alguien, ¿no es posible también que tuvieras razón en aquella oportunidad, pero que estés equivocado ahora? Tal vez tu error es haberle dicho a Mallory que en este momento no puede estar en ninguna relación, decirme a mí que ella no puede estar en ninguna relación. Mallory está en una relación Allen, y estamos tratando de sobrevivir en esa relación y de hacerla sobrevivir. Es por eso que estamos acá. Por favor, seguí trabajando con Mallory en su terapia individual y aceptanos para que hagamos también terapia de pareja. Por favor, te lo imploro.

Allen ahora estaba más quieto que el Dalai Lama, más quieto que un Buda de piedra. Sin mirar a nadie, dijo:

—No, no lo creo.

—¿No creés?, ¿no creés qué?…, ¿no creés que tenés razón ahora, o no creés que no tenés razón ahora?… ¿o antes?… … ¿o no creés que puedas trabajar con nosotros dos como pareja? ¿Qué carajo querés decir con eso de “no lo creo”? Por favor, sé claro, Allen. Este es un momento muy serio. O estás seguro de lo que decís o entonces te callás la boca! Decir “creo” o “no creo” no es preciso ni inteligible cuando estás tratando de destruir nuestras posibilidades y nuestro futuro

—Calmate, Adriano. Estoy seguro de que no estoy equivocado. Mallory no tiene condiciones de estar en ninguna relación amorosa, en ninguna situación romántica en este momento.

—¿Estás seguro? ¡Ah, ahora estás seguro! Entonces, ¿cómo no sabías que estabas equivocado la vez anterior que estuve aquí y ahora estás tan seguro de haberlo estado? ¿Quién te crees que sos, después de todo, el Papa? ¿Estás por acaso dotado de infalibilidad papal? ¡Qué embuste!

—Creo que debemos detener esto ahora mismo. Este no es ningún análisis valido ni terapia de ninguna especie. Estás fuera de control; no estás dejando espacio para nada más; estás demasiado exaltado. Esto no sirve de ayuda para nadie. En este momento, aquí no hay nada que sirva de terapia o análisis, ni que abra el camino hacia alguna otra opción. Creo que debemos cerrar ahora esta sesión. Todo lo que tenía que decirse fue dicho, y también todo lo innecesario y de cierto modo, pernicioso… …   Esto es… no hay nada más que decir. Lo lamento.

—¿Esto “no sirve de ayuda”? ¿Ayuda?, ¿ayuda? ¡Te pedí ayuda y nos cerrás la puerta en la cara!  ¡Claro que esto no es terapia! ¡Esto… esto…. esto es la vida real! ¡Le pedí a una mujer que fuera mi esposa! ¡Una mujer me pidió que fuera su marido y ahora vos, en lugar de colaborar con ese proyecto… … …  vos te sentás ahí para interferir en nuestras dificultades, no para ayudarnos a resolverlas, como acabé de implorarte que lo hicieras! ¡Dirigís esta sesión para poder terminarlo todo! Vos no tenés el menor sentido de la realidad… Vos, Allen… … … ¿Sabés?, existe vida fuera de este consultorio, ¿sabés? ¡Decile, Mallory [a ella, casi a gritos llorosos], por favor! ¡Ayudame en esto; decile a Allen que todavía nos queda una chance! ¡O entonces vení conmigo, ahora! ¡Vámonos de este lugar, Mallory, por favor!… ¡Sigamos de la forma que sea!

Mallory continuó sollozando, apretando contra sus labios el pañuelo de papel arrugado, como si estuviera tratando de impedir que su boca pronunciase las palabras mágicas que podrían salvar o destruirlo todo.

Adriano se había levantado del sillón bastante antes, muchas palabras antes. Se dio cuenta de que había estado agitando los brazos como un pájaro que tratase de levantar vuelo sin conseguirlo. Entonces permaneció inmóvil, en silencio —como si esperase algo que podría suceder en cualquier momento: otra epifanía, un milagro.

Allen también estaba ya de pie, junto a la puerta. Entonces, el film se trabó en algún punto del carretel, toda la imagen se congeló; continuó sólo la banda sonora: el llanto compulsivo de Mallory. Lentamente, la película recomenzó a rodar: La mano de Allen tomó el picaporte y abrió la puerta, invitándolo a salir… Entonces la luz más intensa y la música de la sala de espera invadieron el consultorio. Absurdo: era la novena sinfonía de Beethoven; el Himno a la alegría.

Se fue.

24 de noviembre. La noche del Día de Acción de Gracias.

Impecable, de traje de lana virgen azul marino Hugo Boss, camisa blanca de twill y corbata de seda bordó del mismo diseñador, Adriano cena el menú fijo Thanksgiving Special[26] a ochenta y ocho dólares de Il Violino, el restaurante de Pietro Aretino sobre la Avenida Columbus, a una cuadra del Lincoln Center, ese conglomerado modernista de mármol travertino donde se alzan los edificios que albergan la Metropolitan Opera House, además de las sedes del New York City Ballet, de la New York Philharmonic Orchestra, la Julliard School of the Arts, una de las universidades-escuela de música más importantes del mundo; el Walter Reade Theater: la sala de cine-artey varios otros teatros —además de las grandes plazas y toda la infraestructura edilicia administrativa y organizacional necesaria para el perfecto funcionamiento del Lincoln Center. Pero durante esta noche, esa mini ciudad de estilo modernista del arte y la cultura permanece excepcionalmente desierta debido al feriado nacional.

En Il Violino, Adriano ocupa la única silla de una mesa solitaria de la ventana de la ochava. En la larga mesa contigua, varios músicos de la orquesta sinfónica de algún país del este europeo comen y beben mientras, en altas voces, charlan en su lengua eslava y ríen.

Adriano oye las risas pero no consigue hacer conexiones emocionales con ninguna razón posible para reír. Sobre su cabeza, Pavarotti también ríe desde una fotografía en blanco y negro que ostenta la dedicatoria firmada de puño y letra por el tenor a “Caro Enzo”.

Casi en contacto con el helado cristal, Adriano cansa sus ojos traspasando ese vidrio que lo separa de la Avenida Columbus, que asimismo se encuentra desierta.

Ahoga su cena en un exceso de chianti.

Mientras come, imagina a Mallory. Ella camina igualmente sola y perdida bajo la luna que platea las arenas de Maui. Y todavía solloza.

Más tarde, Adriano también camina en medio de la noche neoyorkina ventosa y glacial. Recorre el larguísimo itinerario desde el Lincoln Center hasta su departamento de la Avenida Central Park West. En algún momento, gira hacia el este para internarse en la penumbra del parque.

Silencio, la noche tan gélida como su corazón exhausto de latir. Inmerso en la fronda oscura, Adriano asciende paso a paso la Isla de Manhattan. Lejos a su izquierda, las lámparas de Central Park West no consiguen ofuscar la luz de las ventanas de los altos edificios art-déco que la bordean. Casi todas están iluminadas porque puebla esos departamentos gente que se ha reunido para las cenas que conmemoran la celebración más importante del año, Acción de Gracias.

Mientras Adriano avanza lento y cansino hacia el norte, palabras e imágenes van formándose en su mente; palabras e imágenes que son para ella. Palabras que nunca llegará a pronunciar. Imágenes que se disolverán en la fortuita nada del tiempo por-venir.

Nunca jamás se volvieron a ver.

                    __________________  FIN ____________________

*** Ilustración: Mallory observa Central Park desde la ventana de su departamento de Central Park West, Manhattan, New York

Insanidad mental es repetir continuamente el mismo error esperando un resultado diferente.[27]

[1] Toma la frase de un trabajo del  psicoanalista Dr. Leroy P. Levitt, “Un diálogo psicoanalítico: Las cartas de Sigmund Freud y Karl Abraham, 1907-1926”. JAMA Internal Medicine, Nov. 1966, Vol 118, Nro. 5.

 

[2] Se refiere al ensayo de Thomas Nagel “¿Cómo es ser un murciélago?”, en su libro Asuntos Mortales [Mortal Questions. Cambridge University Press: Cambridge, 1979].

[3] El único film dirigido por Marlon Brando [y protagonizado por él], de 1961, titulado en castellano El rostro impenetrable.

[4] Elaine Stritch: actriz y cantante. Fue compañera de estudios de Marlon Brando en el Actors Studio durante la regencia de Lee Strasberg. Allí es donde se han venido impartiendo, desde 1947 hasta el presente, clases de actuación de acuerdo al Method Acting.

[5] Cita el título de la novela de 1924, The Constant Nymph, de Margareth Kennedy.

[6] Constantin Sergeyevich Stanislavski  y Lee Strasberg desarrollaron técnicas de actuación teatral por medio de las cuales un actor extrae material afectivo de experiencias pasadas de su vida personal y lo utiliza para crear las emociones apropiadas del personaje que está representando.

[7] El East Side: el lado Este de Manhattan: el área exclusiva y costosa de la Isla de Manhattan donde residen las elites.

[8] “Correcto a la izquierda; incorrecto a la derecha”: Juego de palabras homofóbico localizando la oreja “apropiada” para lucir un aro. En el lenguaje visual codificado de identificaciones, el lado en que se ostentaba un aro único indicaba la sexualidad del usuario: la población heterosexual, a la izquierda; la gay, a la derecha.

[9] Francés: “alta costura”.

[10] Koheul: polvo negro para ojos  hecho de galena molida. “Koheul de las mujeres moras de la antigua Argelia”.

[11] contrapposto in ginocchio: ‘Opuesto armónico’ de rodillas. La palabra contrapposto se usa para describir estéticamente una posición de la figura humana en escultura, el “opuesto armónico”.  En esta posición, el individuo apoya la mayor parte de su peso en sólo uno de sus miembros, creando así [principalmente a los ojos del observador] un balance de tensión y relajación en la organización muscular y postural de las partes del cuerpo. La escultura Doryphoros (Δορυφόρος – El lancero), circa 450 AC, del escultor griego Polykleitos, es considerada el perfecto contrapposto, y por eso es también llamada “el Canon” (“la Norma”).

[12] Expresión del Slang inglés: “muerta, como de piedra”: muy afectada por los efectos de alguna substancia, principalmente de marihuana, hashish u opio.

[13] ¡Che, puta*

te voy a hacer implorar!

¡Che, puta

te voy a hacer sangrar!

¡Che, puta

te voy a hacer sentir!

¡Che, puta

te voy a hacer ser!

* En el slang o argot del Black English [inglés negro], ho’ ” es una contracción de whore, puta.

[14] Tiempo tormentoso: imagen tomada del título de la canción de jazz Stormy Weather, compuesta por Harold Arlen y Ted Koehler en 1933, estrenada ese mismo año en el Cotton Club de Harlem, a pocas cuadras de donde se halla Adriano regando las plantas en ese momento. Stormy Weather se tranformó en un clásico del jazz por las versiones que grabaron Lena Horne y también Billie Holiday. Stormy Weather es también el título de un Álbum de 1990 de Thelonious Monk, probablemente el que está girando en la bandeja tocadiscos: una de sus tracks es “Nuthin’s Perfect”, la que Adriano oye en esa escena de Mujer Beatles.

[15] Roommate: Compañero de cuarto.

[16] El “cult film” de ciencia ficción dirigido por Ridley Scott. Dentro de la trama de la película, los androides —seres robóticos y  personajes fundamentales— son creados por una especie de genio maléfico, el Dr. Eldon Tyrrel.

[17] Tasselled loafers: zapatos mocasines con dos borlas achatadas anudadas en el empeine del pie.

[18] La zona de prostitución.

[19] Full House: una sala de espectáculos con todas las plateas ocupadas: casa llena, literalmente

[20] Groupie: Según Wikipedia, este término slang deriva de grupo en referencia a un grupo musical,​ pero la palabra también es utilizada en un sentido más general, especialmente en el lenguaje coloquial. En este sentido, el término ‘groupie’ define a las chicas que se acuestan con ídolos musicales [o de la industria cinematográfica o teatral] y luego se jactan de esto en reuniones con sus amistades.

[21] Blow job: brindarle sexo oral a un hombre.

[22] Adriano recuerda al escritor norteamericano Raymond Carver [1938 – 1988] debido al título de uno de sus cuentos:  What We Talk About When We Talk About Love, “De qué hablamos cuando hablamos de amor”

[23] “No puedo atender el teléfono en este momento…”

[24] Headquarters: La casa matriz.

[25] Esse grito contido: “Ese grito contenido”, frase en portugués que expresa una imagen emocional, de la que Adriano se apropia para expresar su angustia interna. Pertenece a la canción de Chico Buarque de Hollanda “Apesar de Você” [A pesar de vos].,

[26] Thanksgiving: Acción de Gracias. El Thanksgiving Special. es obvio, es el plato especial de la casa para ese día celebratorio.

[27] Lugar común en Alcohólicos anónimos. Atribuido a Albert Einstein, probablemente apócrifo. Hoy, viral en el Internet.

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