Todos los baraderenses sabemos lo siguiente: aunque las fuentes más recientes retrotraen este hecho a un tiempo bastante anterior, la historia oficial —esa entretejida de oralidades no-confirmadas y escritos o documentos legendarios (si no, leyendarios)— dice que habían pasado tan sólo treinta y cinco años desde la fundación definitiva de la Ciudad de Santa María de los Buenos Ayres. Es en ese año de mil seiscientos quince cuando el primer gobernador criollo —o sea, nacido en tierras rioplatenses de posesión y propiedad española (aunque en realidad el conquistador nació precisamente en lo que hoy es Asunción del Paraguay)— Hernando Arias de Saavedra, el Hidalgo Hernandarias, concede a sacerdotes franciscanos, en lo que era en ese entonces una región del Virreinato del Río de la Plata, una reducción de indios para constituir la Encomienda Real que dio origen a nuestro pueblo.

¿Cómo luciría esta tierra virgen, este paraje desconocido, cuando los conquistadores y sus funcionarios llegan a estos rincones americanos?

Imagino a Hernando Arias de Saavedra, de pie en el vértice noreste del cuadrilátero geográfico que contendría a nuestra ciudad, en la confluencia del Río Arrecifes con ese brazo del Paraná —el río Baradero, que por aquel entonces aún no se identificaba de modo individual, y por lo tanto se denominaba de forma indiferenciada como su cauce madre: Paraná. Sólo después el nombre de este curso de aguas coincidiría con el nombre de dicha Encomienda Real de mil seiscientos quince, pasando así a poseer la denominación que conserva hasta la actualidad, río Baradero.

El representante criollo de la corona española atisba estos campos, estos pajonales, las adustas barrancas que bajan hacia el río y el río mismo —en cuyo cauce raso y barroso encallan las carabelas, naos y galeones que lo surcan. No alcanza a imaginar una futura urbanización: los ojos interiores de su mente apenas visualizan venideras y escasas poblaciones nativas y sus guardianes religiosos, quienes tendrían a su cargo la evangelización de esos aborígenes allí ‘reducidos’ —esa forma que el destino y las normas imperantes de poder y dominación les dieran a los designios civilizadores.

El primer gobernador criollo del Río de la Plata, este Hernandarias, asigna —“para que tengan tierra” esos pueblos indígenas mbiguáyschanaes o guaraníes que los franciscanos tutelarían—, “6.000 varas sobre la costa y otras leguas de fondo”. Así, en el año 1615 brota el germen indio, criollo y español de uno de los más tempranos pueblos de esta colonia de la América del Sud. 

No está demasiado lejana la oscuridad medieval de la vieja Europa, y está más cercana aún la derrota de mil quinientos ochenta y ocho de la Gran Armada española por las cañoneras inglesas —un hecho que marca el inicio del ocaso ibérico—, cuando sobre las barrancas el indio otea el Paraná y el horizonte lejano del otro lado de la isla; cuando en las cuevas de las barrancas se guarece el indio de la lluvia invernal; cuando en estas llanuras interminables galopan las primeras generaciones de equinos y del ganado ancestral que allí pasta —animales salvajes descendientes de aquellos llegados de Europa a bordo de las naves de la conquista. Es en ese entonces y en este solar cuándo y dónde se comienza a gestar el perfil del país que vendría. Mientras declina la España, en unos pocos pueblos pioneros como Baradero se delinea el futuro de nuestra república.

No es de la miscegenación o de la mistura compulsiva de razas, culturas y relaciones políticas, sino de las corruptelas del lenguaje nativo de esos criollos y españoles —y de algunas equivocaciones de las voces indígenas— que emerge el vocablo que nombra al pueblo que nacería en estas comarcas semidesiertas y a su río: Baradero.

Baradero, porque es lo que dicen criollos y españoles y así lo escriben en los documentos locales y reales cuando se refieren a la tierra aledaña a este curso de agua donde los barcos varan: varadero = baradero.

 Baradero, porque de modo erróneo —tan erróneo como el decirlo y escribirlo de los mencionados criollos y españoles— los aborígenes así se refieren a las abruptas barrancas que descienden hacia el Río: bajadero = baradero.

En consecuencia, al asignarle un nombre a nuestra futura comarca, Baradero —ese nombre que es al mismo tiempo el del espacio geográfico que ésta ocupará y también el nombre del río que la bordea, Baradero—, el lugar se hace realidad: Baradero existe.

Debido a una convención formalizada a partir de su nombre completo —Santiago del Baradero— celebramos la fundación de nuestra ciudad el veinticinco de julio, ya que es la fecha consagrada al santo de ese nombre: Santiago Apostol.

Si hay elementos enorgullecedores surgidos de esa data designada y así asignada— veinticinco de julio de mil seiscientos quince—, ciertamente uno reside en el simple hecho de su antigüedad. Es tan antiguo nuestro paraje que es también sobre esta fundación donde se asienta una futura identidad nacional.

Debemos mirar hacia atrás, en sentido inverso a la limitada mirada imaginativa original de aquel Hernandarias —quien, de pie en el vértice donde el río Arrecifes desagua en el Baradero, no pudo vislumbrar el Baradero del futuro. Desde esta óptica retroactiva —a partir de esta ciudad de Baradero de hoy—, nosotros sí podemos visualizar en toda su plenitud el pasado, la Encomienda Real del siglo diecisiete que originó a nuestro pueblo. Haciéndolo, tomamos conciencia de que los primeros pobladores de nuestro terruño fueron de modo prominente los hacedores de nuestra patria. 

Cuando se erigen las primales tolderías y taperas aborígenes y —más tarde— cuando se yerguen y fortifican las construcciones franciscanas de la Encomienda Real que albergará la reducción indígena, se está determinando un futuro mucho más amplio que el del ámbito histórico-temporal: también el del ámbito étnico, el del ámbito político y el del ámbito cultural. En esas edificaciones primitivas y en la incipiente conciencia colectiva de sus habitantes —indios, criollos y españoles— se diseña y construye la forma fundacional de nuestra nacionalidad.

Entonces, somos el origen, el principio, el crisol: la esencia de la substancia argentina.

________________________

*A la imagen de Baradero que ilustra este artículo la capturó desde una aeronave el fotógrafo y piloto Pablo Berninger 

** «Genesis» es el prólogo de mi novela Del lado de allá, cuyo protagonista en realidad es la mismísima Ciudad de Baradero. Este libro se halla a la venta en Baltimore Libros & Café – Sáenz 995, Baradero.

 

Comentarios de Facebook